domingo, 30 de enero de 2011

Luciano Arruga, dos años desaparecido


Dos años de la desaparición de Luciano Arruga.
La falta de compromiso político se traduce en impunidad

A dos años de la desaparición de Luciano Arruga, el adolescente de 16 años que fue visto por última vez el 31 de enero de 2009 en Lomas del Mirador, los escasos avances en la causa ponen en evidencia la falta de voluntad política del Poder Ejecutivo provincial para determinar las responsabilidades policiales y la incapacidad absoluta de la Justicia para hacer avanzar la investigación y esclarecer una de las más aberrantes violaciones de derechos humanos, como es la práctica de desaparición forzada. Ante estos hechos, el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH - La Matanza), organizaciones querellantes en la causa, reclaman que el Estado federal brinde respuestas a los reiterados pedidos de la familia y de los organismos y muestre un fuerte compromiso para poner fin a la impunidad.

En la causa en la que se investiga la desaparición de Luciano todavía no hay imputados ni se han esclarecido los hechos. A pesar de los numerosos indicios que involucran a la Policía Bonaerense, el caso continúa caratulado como “averiguación de paradero”. Sin embargo, los testimonios dan cuenta de prácticas de detención arbitraria dirigidas a los jóvenes del barrio 12 de Octubre y de la existencia de lógicas de reclutamiento de adolescentes para delinquir por parte de adultos vinculados con las fuerzas policiales.

La Bonaerense adulteró registros, ocultó pruebas, amedrentó testigos, incumplió con protocolos básicos de actuación y hasta se arrogó potestades de investigación, lo que consolida las sospechas sobre esa fuerza. Las irregularidades sistemáticas cometidas en las tareas de prevención y en la confección de los libros de guardia, así como la persistencia de menores en comisarías, dan una pauta de las gravísimas deficiencias del sistema de control policial en la provincia. Esta discrecionalidad es la que habilita las detenciones arbitrarias, las torturas y apremios ilegales, el encubrimiento y otras violaciones de derechos que surgen con sólo leer los antecedentes de la causa judicial por la desaparición de Arruga.

El caso de Luciano no puede ser visto como un suceso aislado. En agosto de 2010 Fabián Gorosito, de 22 años, fue llevado a la comisaría 6º de Mariano Acosta, partido de Merlo, donde no se registró su ingreso en el libro. Allí lo torturaron y luego lo trasladaron a un descampado donde fue asesinado. En octubre, un adolescente de 17 años fue detenido por efectivos de la comisaría 6º de La Plata. En esa dependencia, un grupo de al menos quince oficiales lo torturó de manera brutal.

Estos hechos muestran una lógica cotidiana de relación entre las fuerzas de seguridad y los adolescentes de barrios pobres. A los casos de uso injustificado y desproporcionado de la fuerza letal, cuando la policía dice perseguir a un supuesto sospechoso y lo mata, se suman otros en los que una relación violenta de hostigamiento puede terminar en un asesinato o una desaparición. Estas prácticas policiales que se basan en la detención de jóvenes como eje de las políticas territoriales de seguridad encuentran respaldo en el Poder Ejecutivo provincial y, en muchos casos, también son convalidadas por la Justicia.


Centro de Estudios Legales y Sociales
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Mubarak es Somoza, porque Alfonsín es Sadat


De las nieves de Manhattan, a las arenas de Gizeh, hay un sociólogo e historiador que te la explica, porque la entiende. Porque la está pensando desde su época de Floresta. Más allá de las analogías fáciles, hay una especificidad de lo que pasa en el norte de África y de su significado en los equilibrios del mundo. Si no lo vieron en Página/12 de hoy, aquí tienen un nuevo envío desde Brooklyn de Ernesto Semán.

 
Domingo, 30 de enero de 2011
El incómodo aliado de Estados Unidos
Por Ernesto Semán, Desde Nueva York

A fines de junio de 1985, alguien había escrito con aerosol negro sobre una pared blanca de la calle Yerbal: “El 9 de julio, desfile Sadat”. Eran pocos los que podían entender el mensaje en Caballito, o en Buenos Aires. Cuatro años antes, el presidente egipcio Anuar El Sadat había sido asesinado cuando la guardia que pasaba delante de él se dio vuelta y abrió fuego contra el palco oficial durante el desfile patrio. Al lado de Sadat estaba el vicepresidente Hosni Mubarak, que salió del atentado con heridas en las manos y los brazos, algo sospechado de complicidad con el magnicidio, protegido por los Estados Unidos, y directo a ocupar la presidencia de Egipto, en la que hoy hace malabarismo para retenerla.

Hoy la pintada porteña no aparece ni en Google. Se les atribuyó entonces a los servicios de inteligencia, insinuando un atentado contra Raúl Alfonsín durante el siguiente desfile del 9 de Julio. Quien haya sido, se había tomado en serio al presidente radical, lo suficiente como para proponer su asesinato, y como para ubicarlo en el grupo de los líderes tercermundistas de Nasser o Sadat, un linaje que desde el ’45 sólo le correspondía localmente a Perón.

El paso darwiniano de la República Arabe de Egipto, de simbolizar la amenaza de un nacionalismo progresista arrasador a montar uno de los aparatos represivos más formidables del mundo en desarrollo, registra varios cambios radicales y otras tantas continuidades. Entre estas últimas, la buena relación con los Estados Unidos es una de las más llamativas, y ayuda a explicar, si no su duración desde 1952, al menos parte de su política doméstica.

Barack Obama hizo ayer un esperable llamado a defender la libertad de expresión de los egipcios, concepto quizá vago (pero no menos poderoso) para el egipcio medio, en un país que tuvo tres presidentes en los últimos sesenta años y cuya identidad moderna está atada, justamente, a la represión de las fuerzas islámicas. El presidente norteamericano recordó alguna conversación con Mubarak en la que le dijo, como una letanía, lo bueno que sería introducir reformas tendientes hacia una apertura política. “Egipto es un aliado nuestro de gran importancia, pero yo siempre le dije (a Mubarak) que las reformas eran de una urgencia absolutamente crítica”, contó Obama. Lo mismo salió de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, para quien Mubarak ahora tenía que autorizar las protestas pacíficas, y que estaba “profundamente preocupada por la violencia de las fuerzas de seguridad”.

La violencia de las fuerzas de seguridad egipcias es legendaria, y Estados Unidos ha dependido en gran medida de ella para la represión del radicalismo islámico en la región, de ahí la fuerza de Mubarak en su relación con Obama. Y de ahí los 1500 millones de dólares que el país recibe de Estados Unidos cada doce meses. Y de ahí, por caso, que El Cairo haya sido un centro privilegiado de los programas de rendición extraordinaria, coordinados por la CIA luego de los atentados de 2001, por el cual detenidos ilegalmente de todo el mundo eran transportados a Egipto, pasaje aéreo incluido, donde podían ser sometidos a torturas e interrogatorios extrajudiciales en las cercanías de las pirámides.

No es algo que se le pueda reclamar a Estados Unidos en particular. El entusiasmo de los países árabes con la represión a las organizaciones islámicas es como su denominación de origen, y ha sido apoyado en distintos momentos por la Unión Soviética o Europa y hasta forma parte del imaginario modernizador del mundo árabe junto con las autopistas represas hidroeléctricas. Pero como le tocó a él, hoy es poco el margen que tiene Obama para impulsar reformas sin dispararse en el dedo. Con protestas distintas pero contagiosas desarrollándose en vivo y en directo en Túnez, Yemen, Líbano y Jordania, lo que Estados Unidos necesita en la región con más urgencia son estados aliados, no estados democráticos. La apuesta de Obama, en todo caso, es saber hasta qué punto una sucesión de nuevos regímenes puede cumplir ese rol con más eficacia que algunos de sus baqueteados socios. Los medios se esforzaban anoche por leer las protestas en clave de “caída de Muro de Berlín”: regímenes laicos pero creyentes en la modernización, con partido único e importante represión. Aun si es cierto, la salida inmediata es menos clara que la que caracterizó a la Europa del Este en los ’90. En la melange de espontaneidad y conspiración que las moviliza, Estados Unidos tiene hoy mucho para ganar, si las reformas o los nuevos gobiernos quedan en manos de aliados reales o potenciales. Pero mucho más para perder, si las décadas de represión al islamismo radical sólo han logrado poner a sus líderes en línea sucesoria directa con sus victimarios.

Por lo pronto, Mubarak no se preocupó por mostrar docilidad con la Casa Blanca y puso como vicepresidente a Omar Suleiman, el jefe de los servicios de inteligencia y encargado en Egipto de los programas de rendición extraordinaria, bajo el razonamiento de que cualquier cosa menos que eso sería visto como una señal de debilidad. Lo cual, a su modo, no hace las cosas más fáciles para cualquiera que quiera digitar el mito de una “transición ordenada”.

En el corto plazo, el Departamento de Estado insistía en buscar fórmulas regionales de pacificación, incluyendo sobre todo las eternas negociaciones con Israel para mejorar la relación con sus vecinos. Los recursos de Estados Unidos para influir en el proceso político inmediato son infinitos, pero al mismo tiempo no le garantizan nada, del mismo modo que el rechazo a la política norteamericana galvaniza las protestas, pero un cambio en la misma no le proveerá la pacificación. No hace falta ser agente de la CIA para saber que no es tan así. Basta con dos materias del CBC para saber que correlación no significa causación, y que si bien todas las protestas tienen el común denominador de erosionar a los aliados norteamericanos en la región, los estados árabes ya han construido sobre esa base su propia existencia, y en gran parte su destino se juega al igual que en cualquier otro lado, en las calles de El Cairo.

jueves, 27 de enero de 2011

domingo, 23 de enero de 2011

Millones de moscas...

La elocuencia de estos datos que nos sugiere ver Fernando Dopazo hace doler los ojos. Ratifica el sentido de comentarios anteriores hechos en este blog e ilustran la nota de Francesco Verderami en el Corsera de ayer.




lunes, 17 de enero de 2011

Vergogna, ancora...


 
Viernes, 14 de enero de 2011
Figlio da... Prima Repubblica!
Por Gabriel Puricelli

Como siempre desde que está en política, el filo por el que camina Silvio Berlusconi se estira un centímetro más y la anticipada caída al precipicio se posterga otra vez. Si las jugadas de sus abogados y el desprejuicio amoral con el que abusa del poder no hubieran preparado ya un terreno en el que no pueden germinar las condenas, la decisión de la Corte Constitucional de obligarlo a argumentar caso por caso por qué sus funciones le impiden hacerse tiempo para ir a tribunales (o para siquiera declarar por escrito ante éstos) lo hubiera empujado varios pasos más cerca de una penitenciaría. Sin embargo, aunque ahora le limitaron el uso de la chicana leguleya del “impedimento legítimo”, los tres procesos más importantes que lo involucran como acusado están de todos modos demasiado cerca de la prescripción.

Sus abogados actuales (convenientemente titulares de sendos curules en el Parlamento por el partido de gobierno) son los más recientes cultores de ese arte de la dilación judicial que conoce su ventenio de oro contemporáneamente con los veinte años de Berlusconi en la actividad política.

Después de haber comprado diputados en cantidad apenas suficiente para que la Cámara no haga caer su gobierno y de haber transformado el procedimiento judicial en una caricatura que ni el grotesco más imaginativo hubiera podido retratar, después de haber nombrado no senador a un caballo sino ministro sin cartera a su compinche Aldo Brancher para que él tampoco pudiera ser procesado, Berlusconi invita a todo el mundo a admirarse frente a la perfección y el desparpajo con que construyó la impunidad de Estado. Sin disparar un tiro, sin meter a ningún opositor preso, sólo munido del mantra “miente, miente, que ya prescribirá”, el hombre para cuyo ascenso a la riqueza fue necesaria la Primera República (con su corrupción y su protección de la mafia y de las lavanderas de ésta), el hombre para cuyo ascenso al gobierno fue necesaria la caída de esa misma Primera República, la vindica sin hacer alharaca. El esfuerzo que hizo toda una gran familia tiene su recompensa en el éxito de su mejor hijo.

Una lectura angélica de lo que decidieron ayer los jueces se detendría en el detalle de que, a la larga, siempre hay alguien que manda a parar. Por cierto, no cabe poner injustamente sobre los hombros de esos jueces el peso del gran fracaso colectivo de la democracia italiana, máxime cuando ellos hicieron en parte lo que se debía hacer. Sin embargo, lo que en el papel resulta justo es demasiado poco, demasiado tarde. Una mirada desencantada debe tener más profundidad de campo. Debe usar la decisión recta de la Corte Constitucional para poner en evidencia cuánto se ha torcido el proceso político después de ese momento justicialista de Mani Pulite, cuando cayeron los dirigentes que estaban sobre el escenario, pero no los prestidigitadores sedicentemente “emprendedores” que estaban entre bambalinas. Más bien, los dueños del teatro mediático, que pusieron rápidamente en cartel un vodevil peor que la opereta que acababa de bajar. La anomalía italiana la han constituido los gobiernos de centroizquierda que se pretendieron patrón de normalidad en una Italia que reconoce hace veinte años en un testaferro venido a más al único patrón.

Ese centímetro que siempre se interpone entre Berlusconi y su caída definitiva no es suficientemente exiguo para impedir las nuevas gambetas que éste imagina. Habiendo transformado la jefatura de gobierno en un mero escudo de inmunidad para delincuentes, el presidente del Milan no cejará hasta hacer lo mismo con la Presidencia de la República que hoy ocupa Giorgio Napolitano con la misma dignidad (aunque mucha más perplejidad) que antaño Sandro Pertini. La tarea de demolición de la política como la entienden los justos (o los que se empeñan trabajosa y contradictoriamente en serlo) no estará completa hasta que el símbolo mismo de la República Italiana no tome la forma de ese hombre siempre joven y hasta que la Constitución que osó crear “una república fundada sobre el trabajo” haya sido reescrita.

No hay daño que no pueda ser reparado, por cierto. Pero sin tomar nota de la profunda herida que representa Berlusconi se corre el riesgo de ilusionarse con que el golpe del destino que se lo lleve (y eso podría sin dudas ocurrir mañana mismo) es todo lo que hace falta para curarse, en definitiva, en salud. Mentir de frente, más todavía que “robar pero hacer”, es el modo más eficaz de disolver la fe laica en la democracia sin la cual no hay ciudadanos. Berlusconi retrocedió ayer un casillero, pero está faltando a la cita la fuerza de rescate democrático que le ponga fin a un juego en el que la norma es la trampa.



domingo, 16 de enero de 2011


Logrado esfuerzo de nuestro hombre en Brooklyn por entender el contexto de un texto único: el tiroteo de Tucson (Arizona, no Tucumán). La loca carrera por el status como una causa más amplia y menos problematizada (y por eso latente e intacta) de una violencia que elige cada vez más la política como escenario para explotar. Una mirada atónita a un suicida que cae desde un piso muy alto y se repite a sí mismo, mientras se suceden los pisos, un mantra tranquilizador: hasta aquí todo va bien. Semán Ernesto piensa lo contrario. Lo bien que hace.
 
Domingo, 16 de enero de 2011
Una mente enferma con ansias de consumo
Por Ernesto Semán, Desde Nueva York

Una semana y un discurso presidencial después de que Jared Lee Loughner disparara contra la diputada demócrata Gabrielle Giffords y varios más en Tucson, Arizona, el FBI describió el viernes las fotos que el joven reveló horas antes de la matanza. La audiencia de cientos de millones de personas respira aliviada confirmando el diagnóstico de alguien enajenado, consumido en un erotismo que sólo puede resolver apretando el gatillo de la Glock 9 milímetros. Loughner posa desnudo, con el arma en la entrepierna. Y en otra, mirando al espejo y dando vuelta la cabeza para verse la espalda, el caño de la pistola se posa sobre su nalga derecha.

En las primeras horas de ayer, Giffords abre los ojos en el hospital y fija la mirada y parece empezar a tener noción de lo que pasó. Los hechos se suceden en un tempo perfecto. El milagro se produce mientras las agencias secretas del Estado revelan el paisaje melancólico de las últimas horas de Loughner, anotaciones en donde todas las piezas encajan con demasiada perfección.

Cerca de las 10 de la noche del viernes, el joven de 22 años deja los archivos digitales para revelar en un local de la cadena Walgreens, en la misma zona de shopping donde abrirá fuego doce horas después. Pasada la medianoche, se registra y paga una noche en un Motel 6. A las dos de la madrugada del sábado vuelve a Walgreens para retirar las copias de las fotos y a las 2.19 hace otra compra. A las 4.19 escribe un “Goodbye friends” en su cuenta de MySpace. A las seis de la mañana compra algo en Wal-Mart y en Circle K. A las 7.04 trata de comprar balas en un Wal-Mart. No puede. Va a otro Wal-Mart a 23 minutos de ahí, se lleva las balas y un bolso negro.

De regreso, la policía lo para por pasar un semáforo en rojo. Sigue. Vuelve a su casa. Su padre le pregunta qué lleva en el bolso. Se va de su casa, camina hasta Circle K, toma un taxi hasta el supermercado Safeway. Entra a las 9.54 de la mañana. Sale dieciséis minutos después. En la puerta dispara una veintena de veces. Mata a seis personas, incluyendo a un juez. Y hiere a trece más, incluyendo a Giffords, una chica de nueve años y un veterano de Vietnam de 75.

Las últimas horas de Loughner se parecen al tiempo ordinario de cualquier otro, dependiente de Internet para escapar de esa red de cadenas comerciales anónimas en la que transcurre su noche, controlando cada uno de sus movimientos, cada una de sus compras. Los medios aportan datos de sus últimos meses, la absorción de las ideas más violentas de la política, su repetido odio a Giffords, los desvaríos. El FBI, de todos los actores imaginables, sugiere el lugar dominante que su odio hacia Giffords y su fácil acceso a las municiones tuvieron en el desenlace final.

Nadie menciona el consumo, la frustración del deseo insaciable que produce comprar y seguir comprando para no llegar nunca al lugar que Loughner imagina como propio, por algo casi todos los magnicidas son hombres. Que en 1918 la joven Fanni Kaplan haya disparado contra Lenin, y en nombre de la revolución, confirma que la perpetua inestabilidad viril también es una función del mercado, y la necesidad de un acto último por recuperar el liderazgo de la manada no se alcanza en Wal-Mart. En cambio, la clave se busca en la enorme disponibilidad de armas y la polarización de la política como un combo mortífero en la vida norteamericana.

Entendemos poco de lo que pasa por la cabeza de Loughner, pero actuamos como si supiéramos todo. Leemos la historia para atrás, maniatando indicios que podrían llevar a cualquier lado, pero que así alineados, traen el alivio de creer que entendimos que armas y polarización son la fuerza detrás de la tragedia. Sarah Palin, en su fascismo tan vacuo como ubicuo, no debió haber posteado un mapa plagado de blancos de tiro. El Estado no pudo proveer la asistencia psíquica que tanto le hacía falta (a Loughner, no a Palin). La policía debió haber investigado a Loughner con más celo desde la adolescencia, aunque si una conducta errática en el colegio justificara la intervención policial, muchos adultos de hoy deberíamos escribir detrás de las rejas. A Dios gracias, estamos a salvo.

Primero, la portación de armas. El movimiento para limitar la proliferación de armamento sigue atado a Bowling for Columbine, la narración de un país de desquiciados listos para matarse los unos a los otros. No es que sea falso, pero la calma que produce confirmar nuestras presunciones hace más opacas las razones ajenas. Extremando la metáfora, las razones por las que 100 millones de norteamericanos poseen 150 millones de armas son las mismas por las que un porteño gasta una millonada en un restaurante de Palermo por un plato con dos ñoquis y una hoja de cilantro en el medio: para mantener su estatus. Para aferrarse a los símbolos que confirman sus privilegios de clase media, en esa carrera infinita en la que cuanto más se pierden esos privilegios, más se invierte en los símbolos que la expresan, al costo de seguir alejándose de esa seguridad añorada.

Hasta ahí llega la comparación, porque en Estados Unidos, esa lucha de masas por recuperar la seguridad perdida se monta sobre los mitos fundantes de la nación, una comunidad simple, blanca y anglosajona liderada por hombres, en la que la felicidad de cada uno es una secreción de su libertad individual, y en la que la amenaza viene de los que no encajan en esos parámetros o del Estado que les organiza esa comunidad. No por nada, la razón que los portadores alegan a su favor es el derecho constitucional a armarse hasta los dientes para defenderse del gobierno. Entonces aparecen las evidencias en contrario. Hasta las más obvias, como que en la masacre del sábado pasado había una multitud de armas portadas en nombre del Estado o de su propia libertad, y los únicos que tuvieron algún papel pacificador fueron los desarmados, los que le hicieron un tackle a Loughner, el asesor de Giffords que la tuvo en brazos, los paramédicos que llegaron en tiempo record.

Más convincente sería explicar que la amenaza al orden perdido no viene de negros, homosexuales, inmigrantes o funcionarios, sino de esa minoría blanca, viril y anglosajona a la que los portadores de armas no dejan de apoyar, y que en nombre de la libertad han desmantelado el Estado que les proveía algún confort y erosioado esa misma vida en comunidad, incluyendo la presunción de inocencia del vecino. Barack Obama está en mejor posición que nadie para desplegar ese argumento. Si no por el color de su piel, seguro que por su inteligencia anormal, su argumentación perfecta y los valores que parecen guiar la calma de muchos de sus gestos.

Pero ahí viene el segundo problema, el de la polarización política. Una de las razones por las que el presidente no podría hacerlo es porque debería dispararse en el pie, poner en cuestión a la mitad de su gabinete y buena parte de los supuestos sobre los que se monta su política.

En su discurso del miércoles, Obama dijo que “quizás no podamos parar la maldad en el mundo, pero la forma en la que nos tratamos los unos a los otros sigue estando en nuestras manos”. Es la verdad de un predicador, tan poderosa que se pierde en el tono agitado, noticioso, con el que se lee a un presidente. Es uno de sus mejores discursos. Quizás porque el efecto igualador de la muerte es el único en el que brilla la ecuanimidad de sus palabras, al discurso de Obama le sientan bien los funerales y memorials, como éste, el de los mineros de Virginia Oeste en el 2009, o el de la iglesia de Selma, Alabama, en el 2007, una de las mejores piezas oratorias que uno pueda imaginar.

Pero en el mundo de los vivos, donde Obama preside sobre una formidable lucha de intereses cuya defensa se obtiene a costa del interés de otros, su aplomo es pasividad. Cierto, la polarización de la vida política norteamericana se acentuó en los últimos treinta años, pero lo que pasa desde el ascenso de Obama se llama derechización. Es la generosa expansión de un sentido común reaccionario y virulento, una reacción a la elección de Obama que no encuentra de su parte una resistencia equiparable. No hay programas de gobierno que propongan un cambio radical. No hay milicias armadas reclamando seguro médico universal.

Giffords acumuló odios opositores con una propuesta política que en el resto del mundo sería moderada, en el mejor de los casos. El enojo de la izquierda aflora como frustración, en el anciano que prometió no volver a votar demócratas por la tibieza del proyecto de salud, en la lúcida carta de una ciudadana a Obama reclamándole las traiciones que motorizó su incremento de tropas en Afganistán.

Si los eventos de Tucson le sirven al gobierno, es para recuperar el centro de la escena. Un día antes de que la bala perforara el hemisferio izquierdo del cerebro de Giffords, Obama tenía mejor intención de voto que Ronald Reagan a esta altura de su mandato. Ni la matanza, ni las palabras presidenciales, ofrecen esperanzas sobre una reversión de la oscuridad opresiva en la que se ha convertido la política norteamericana. Pero los tiros sí pueden ahuyentar del Tea Party a una pequeña franja del electorado, quizás lo suficiente como para poner en crisis al Partido Republicano, abrirle al presidente las chances de una reelección y evitarle a los Estados Unidos y al mundo una pesadilla peor.



viernes, 14 de enero de 2011

Nuestro legislador, puntal del trabajo en la Comisión Investigadora Especial sobre Escuchas Ilegales y permanente azote de los comisarios del rejuntado de ex-represores junior conocido como "Policía Metropolitana", alerta contra la formación de "guardias blancas" en Buenos Aires, con la mano de obra ocupada de las empresas de seguridad privada.
 
Jueves, 13 de enero de 2011
Un GPS para Montenegro
Por Rafael Gentili *

El reciente anuncio del ministro Guillermo Montenegro de incorporar a las empresas privadas de seguridad como auxiliares de la Policía Metropolitana (tarea a la que luego se sumarían taxistas y kiosqueros) confirma que la política de seguridad pública en la Ciudad se planifica y se dirige –peligrosamente– al ritmo de la improvisación.

De hecho, no está previsto en el Plan de Seguridad Pública 2011 que el Ejecutivo envió a la Legislatura. Más allá de esto, la idea en sí misma es equivocada porque implica un recorte a los derechos de los trabajadores de vigilancia, una superposición entre controlador y controlado, y un modelo fascista de seguridad.

La incorporación de una tarea de vigilancia pública a las obligaciones de los vigiladores privados sin ningún tipo de plus o contraprestación pecuniaria devela un mecanismo por el cual son los trabajadores quienes terminan llenando un déficit de la acción estatal con más explotación. Muy Pro, sin duda.

Por otra parte, la superposición entre controlador y controlado es tan obvia como preocupante. El gobierno está tercerizando en empresas que el mismo ministro debería controlar, tareas de vigilancia que hacen al monopolio del Estado de la seguridad pública, confundiendo los roles. Un chico de ocho años cuando juega al poliladron o a la escondida entiende perfectamente este razonamiento y la perversión de un juego en el que se confundieran los perseguidos y los perseguidores. Esta política sólo puede entenderse en el marco de una Policía Metropolitana en donde la mayor parte de su plana directiva ha estado –o seguiría estando– vinculada con empresas de seguridad privada. Tal es el caso de Miguel Angel Ciancio, superintendente de Seguridad y Policía Comunitaria de la PM, quien fue director técnico de JSA Security SA, una empresa especializada en seguridad hotelera que actualmente provee de sus servicios a catorce hoteles de la ciudad; de Eduardo Martino, superintendente de Comunicaciones y Servicios Técnicos, ex director técnico de Alesa SA, cuyas propietarias son sus parientes María Florencia y Camila Martino, de Roberto Bernardino Barbosa y Esteban Adolfo Sanguinetti. Y de Héctor Barúa, virtual segundo jefe de la fuerza y ex socio de Aquiles Gorini, titular de la Cámara que agrupa a estas empresas y con quien, casualmente, Montenegro firmaría el convenio de colaboración.

Por último, la inclusión de civiles en el ejercicio del control social como definición del Estado oculta bajo un velo “comunitario” una dinámica de delación y sospecha que, lejos de resolver la conflictividad social desde una lógica de seguridad ciudadana, profundiza la paranoia social en torno del delito. Cuando Montenegro presenta la medida y dice que “este sistema está copiado de distintos lugares del mundo, donde hay sectores de la población civil que comparten este tema con la actividad pública” se refiere a la Guardia Nacional Italiana promovida por el primer ministro Berlusconi, a la que el Partido Demócrata italiano definió con razón como un golpe al corazón y a los principios de toda democracia liberal.

Una vez más, seremos las fuerzas de oposición y de la sociedad civil las que, por imperio de la cordura y la razón, debemos hacer desistir al desorientado ministro de sus ideas efectistas y disparatadas.

* Legislador porteño, Proyecto Sur.


domingo, 2 de enero de 2011

Let it snow o navidad blanca de verdad


El chico de Floresta escribe desde la barriada de Carrol Gardens la bonita página ut infra, en la que no sólo saca a relucir el escritor, sino también el sociólogo. Y como al pasar (pero nada al pasar) desgrana algunas intuiciones compartidas en alguna charla sobre la reciente tarde de furia en Constitución y más generalmente sobre el llamado "interés general" y el lazo social. Allá, pero, me parece, con la cabeza un poquito acá. Disfruten de esta gran lectura dominical.

 
Miércoles, 15 de diciembre de 2010
Michael Bloomberg, tapado por la nieve
Por Ernesto Semán, Desde Nueva York

Antes de crucificar al alcalde Michael Bloomberg con la antena del Empire State, hay que recordar que una nevada de Dios Padre le puede pasar a cualquiera. A un neoliberal, a un arquitecto, a un dirigente inquebrantable, a un ambicioso, al que le caigan 60 centímetros de nieve en su ciudad tiene un problema enorme, blanco, frío. Pero lo que vivió Nueva York entre el 26 de diciembre y ayer es de otra película. No El Día Después de Mañana y las profecías del cambio climático, sino de Soy Leyenda y una foto distópica en la que nadie te da una mano o una bufanda, y el mundo tal cual lo conocimos, habitado, desaparece.

La historia es así: el domingo pasado empezó la primera nevada del invierno en la costa Este norteamericana. Para el lunes al mediodía habían caído unos 60 centímetros de nieve en Nueva York. Un montón de nieve, pero ni la más larga ni la más dura de las tormentas que haya visto esta ciudad. Los servicios de emergencia tardaron en empezar la limpieza, y para cuando lo intentaron la nieve se había hecho hielo y las calles estaban repletas de cientos, miles de autos abandonados por sus dueños. El martes y miércoles, una buena parte de la actividad comercial había desaparecido bajo la nieve, las ambulancias no llegaban adonde debían. Desde entonces y hasta hoy, una multitud se pregunta cómo fue que el gobierno de la ciudad no pudo prever una tormenta que ocurre todos los años, y que cualquiera veía venir en la pantalla del Weather Channel.

Los problemas empezaron apenas la nieve se congeló sobre los autos. Las bagels nunca llegaron al Café Naidres de la calle Henry, en Brooklyn, y el New York Times no se podía conseguir en todo Queens, los camiones de distribución estampados contra las barricadas de hielo que habían dejado calles enteras cerradas para entrar o para salir. La ciudad trata de cuidar a sus pudientes, a Manhattan, pero no alcanza. El vegetariano Kate Joint’s en el Village, entre otros miles, cerró por tres días: las máquinas limpiaron la calle 4 durante el día, pero los empleados viven extramuros, y nunca llegaron, ni el lunes, ni el martes, ni el miércoles, porque si sus calles en Queens no estaban bloqueadas por la nieve, tres de las líneas de subte que los vomitan en la ciudad cada día dejaron de funcionar. Los Starbucks de toda la isla estuvieron cerrados o funcionaron a medio turno. Hubo cortes de luz por 36 horas, y cortes de gas con 5°C bajo cero. Y así, pesito a pesito, Nueva York perdió mil millones de dólares por día. Todo lo que no se pudo vender en la semana de fiestas, cuando la gente compra como si se viniera el Armagedón. Quién sabe, con la pérdida de recaudación de esta semana se echa a perder todo lo que se había ahorrado con los recortes fiscales del último año, y encima todos están más pobres, chirriando de frío y calientes con los funcionarios.

Millares de vecinos salieron a despejar las calles por mano propia. La nieve es linda para los turistas, para la gente feliz, y para las parejas con hijos abrigados. Para el resto, los que conformamos la Enorme Mayoría Silenciosa, es un dolor de huesos. Y a los dos días, cuando la superficie blanca y sensual es una baba gris y acuosa que se filtra helada por el techo, los zapatos, las cloacas, no se recluta ni un colectivo de gente que la festeje. Lo que muchos descubrieron en esta semana es que el Estado se encarga de limpiar todo antes de que comience el incordio, y que el ajuste fiscal de los últimos dos años los dejó librados a su suerte. En la calle estaban todos. Los viejos, los homeless, los graciosos. Estaba uno que a lo lejos se parecía al actor James Franco. Y de cerca era, sí señor, James Franco paleando la nieve a las 10 de la mañana con el brazo que se arrancó en 127 Horas para que el tramito de la calle Clinton que le importa quedara impecable, aportando su granito de arena a la comunidad.

La pregunta es, ¿cuánto hay que desmantelar para convertir a un idílico ciudadano neoyorquino en un desaforado bonaerense? ¿Cuánto hay que meterle el dedo en el ojo para que su inclinación comunitaria dé lugar a un tirapiedras como Dios manda? No se trata de poner a prueba a los que luchan toda la vida, los imprescindibles, hablamos de los que quieren ir y volver del trabajo y que haya electricidad para iluminar el arbolito.

A saberlo: la diferencia entre un estado y una banda de desorientados está a tiro de decreto. Bloomberg lleva dos años prolijos de reducción de gastos, congelamiento de salarios públicos, despidos en la administración. La tijera se siente en servicios públicos que funcionan algo peor, y en servicios de emergencia que no son tales. El jueves, dos empleados públicos de Queens contaron al New York Post que sus supervisores incentivaron a los trabajadores para que fueran a menos, como Perú en Rosario en el ’78, como para que los recortes se hicieran sentir. Las radios llenaron el aire con vecinos indignados y funcionarios oportunistas porque los sindicatos defienden su quintita contra el interés general. “Eso no se puede hacer”, dijo el jefe de emergencias de la ciudad, Skip Funk. He aquí el problema: los sindicatos creen que sí se puede hacer y que el recorte de sus salarios y el despido de sus trabajadores no es parte del interés general. Por lo cual, o hay que reconsiderar cuán general es el interés, o aguantarse que los que se queden afuera pataleen.

Por lo demás, no se trata tanto de los sindicatos. Para salir de compras o hacerse ver el estómago se necesita alguien que abra las calles y garantice un mínimo de ese interés general, es tan obvio que cuesta explicarlo. Está todo ahí a la vista, los subtes que funcionan las 24 horas, los casi mil máquinas que levantan la nieve, las montañas de sal clorada almacenada en los docks de Brooklyn. Así que la verdadera mano invisible es el Departamento de Sanidad y no el HSBC. ¿Tan difícil era darse cuenta?

Algunos no participarán de este debate. Joel Grossman, por ejemplo, de Kensington en Brooklyn, que el lunes a las 6 de la tarde llamó a la emergencia con un fuerte dolor de estómago. Para cuando la ambulancia logró atravesar las barricadas de hielo y nieve, a las 7.47, hacía varios minutos que a Grossman se lo había llevado una hemorragia interna fácil de contener.

Con las calles congeladas, la oficina del ombudsman de la ciudad recibió 536 quejas menos graves que las de Grossman, desde el vecino del Bronx que veía la calle 219 tapada de nieve por segundo día consecutivo hasta la señora de Cobble Hill que dejó el mensaje de que “esto se parece a un país del Tercer Mundo”. Señora: en las grandes ciudades del Tercer Mundo casi no nieva. Y, además, en el Tercer Mundo nos dijeron que las reformas estructurales había que hacerlas justamente para seguir el ejemplo norteamericano. Hay que darle un crédito a la señora de Brooklyn: la circulación de ideas es difusa, y si en América latina se tomaba a Estados Unidos como ejemplo retórico, en Estados Unidos recién hoy se viven ajustes como el que su ejemplo supuestamente inspiraba. El día que se haga una historia intelectual de la Lucha Contra el Déficit, alguien se va a dar cuenta de que nadie sabe bien por dónde empezó. Y de que habrá que dejar de cargar todas las culpas en Ronald Reagan y volver la mirada a Jimmy Carter, con su Nobel a cuestas, que a mediados de los ’70 arrancó desde la mismísima Casa Blanca con la prédica “contra la cultura de Washington y sus políticos”, como si en la ofensiva no se fuera a llevar por delante la silla en la que estaba sentado y la formidable estructura del Estado que desde entonces no deja de achicarse.

La cantidad de nieve que tiene que caer y la cantidad de máquinas que tienen que dejar de limpiarla para que la Quinta Avenida se transforme en Constitución en diciembre es una curva infinita. Salvo Naomi Klein –cuyos libros son una versión educada y larga de La Cámpora–, nadie cree que sea imposible seguir ajustando. Impossible is Nothing (nada es imposible). Pero se te arruinan las Nike, que aun hechas en Vietnam no bajan de cien dólares. Se ponen en rojo las cuentas que tenías pensado cerrar con el pan dulce y el champagne y ahora hay que estirar hasta que recuperes algo de lo que la nieve se llevó. Y se te recontracalienta la clientela, que en esta semana quería colgar a Bloomberg de su Gucci impecable para que se lo lleve la próxima tormenta.