viernes, 23 de marzo de 2012

¿Britannia devolvería las islas?


Malvinas: británicos sin unanimidad ante el status quo
Miércoles 21 de marzo de 2011
Por Gabriel Puricelli*




Después del módico revuelo que causó la “encuesta” del matutino The Daily Telegraph, en la que el 57% de quienes respondían en la página web del diario londinense se inclinaba por “devolver las Malvinas a la Argentina”, los resultados del estudio realizado por la consultora ICM para The Guardian, publicados ayer, pueden resultar anticlimáticos. Más aún, mientras esto se escribe, las respuestas favorables a la postura rioplatense alcanzan a casi dos tercios de quienes tildan su respuesta en el sitio del Telegraph. ¿La diferencia? La muestra elegida por ICM tiene validez metodológica y es representativa del universo de los británicos adultos, mientras la otra sólo puede calificarse con comillas.

La toma de pulso sociológica de ICM/The Guardian pinta un cuadro poco sorprendente: 61% de quienes responden consideran que "Gran Bretaña debería proteger las Malvinas mientras los isleños deseen esa protección, sin importar el costo", mientras que 32% creen que Londres "debe estar preparada para negociar con Argentina acerca de una eventual entrega" de las islas. Parecería bastar con decir que se trata de una situación esperable, pero tanto los resultados agregados, como los discriminados por género, edad o nacionalidad (ingleses, galeses, escoceses, norirlandeses) de los encuestados, brinda mucho material para pensar la política argentina.

En primer lugar, esta “foto” es captada en medio de un ambiente donde el nacionalismo está maximizado por una serie de factores: la presencia de un Primer Ministro conservador en  Downing Street, la cercanía de un aniversario significativo y la necesidad del gobierno de David Cameron de ofrecer un gran espectáculo de fuegos artificiales para tapar la gritería del lobby británico de defensa, que aúlla de dolor (si fingido o real, no es materia de esta nota) por el ajuste fiscal.

Así y todo, un tercio del electorado británico se muestra dispuesto a deshacerse eventualmente del lejano archipiélago. Como era de esperar, el entusiasmo por defender el dominio británico de las islas se debilita entre las naciones minoritarias del Reino Unido. En el caso de los galeses, ni siquiera es mayoritario. En el corte por adscripción partidaria, hay cuatro conservadores que apoyan el status quo por cada uno dispuesto a verlo cambiar, mientras que entre votantes laboristas y liberal-demócratas las minorías (46% y 40%) que aceptarían que se negocie un traspaso de las islas a la soberanía argentina son muy grandes. Al distinguir entre hombres y mujeres, aquellos se decantan con más fuerza que éstas por dejar las cosas como están, pero sin que un abismo separe a los dos géneros.

Un dato que sí se destaca (aunque, bien pensado, pudiera ser también esperable) es que entre los británicos nacidos después de 1988 un 49% se ve negociando con Argentina, mientras que sólo el 39% se aferra al actual estado de cosas.

Una política argentina estratégicamente inteligente debería prestarle mucha atención a este diagnóstico de la opinión pública en el Reino Unido. Es evidente que hay un terreno fértil para que se escuchen los argumentos de Buenos Aires y aparecen fuertes indicios de que la demografía puede estar jugando tan a favor del caso argentino como ya lo hace en el plano geopolítico la declinación del poderío británico. Por cierto que Argentina debe meditar mucho más de lo que parece haberlo hecho hasta ahora qué es lo que se propone sembrar y preguntarse si la retórica a la que está más acostumbrada es la que con más eficacia puede actuar ante las condiciones propicias que ofrece la opinión pública democrática británica.

Parece evidente que el interés nacional argentino se verá fortalecido cuanto más se estrechen (en un marco donde por ahora sólo se puede estar de acuerdo en no estar de acuerdo) los vínculos bilaterales entre sectores dinámicos tanto de la política, como de la sociedad civil, con gran énfasis entre los que se puedan dar entre organizaciones juveniles. Como en toda diplomacia moderna, una cancillería que se expresa con claridad, no puede prescindir de la acción de actores no estatales para hacer avanzar su “caso” por la vía excluyente elegida por la Argentina democrática, que es la de la paz.

domingo, 11 de marzo de 2012

El viejo socialismo de la vieja Europa

El congreso del PSOE y el retroceso del reformismo europeo
El Estadista n° 51, 1° al 14 de marzo de 2012
por Gabriel Puricelli

Arrasado en las últimas elecciones por la derecha y la crisis económica, reducido a su menor presencia parlamentaria desde que España recuperó no la república, pero sí al menos la monarquía parlamentaria, el Partido Socialista Obrero Español, empezó su camino por el desierto opositor eligiendo un nuevo Secretario General. En una reñidísma pulseada, el cántabro Alfredo Pérez Rubalcaba le cerró el camino a la catalana Carme Chacón, dejando para otro día la consagración de la primera jefa mujer. Igual que hace 12 años, cuando los socialistas eligieran como líder al futuro Presidente del Gobierno José Luis Rodríguez Zapatero, no fueron más que un puñado del millar de delegados los que hicieron la diferencia, alineándose detrás de personalidades y de afinidades generacionales, más que de plataformas programáticas.

El congreso dejó poco más que anécdotas y tendría poco interés detenerse en este como simple suceso. No carece de miga, sin embargo, si lo ponemos en el contexto más amplio del retroceso generalizado de las fuerzas que integran el Partido del Socialismo Europeo, que están en la oposición o son socios de coaliciones encabezadas por centristas o conservadores moderados en la mayoría de los países de la Unión Europea, o si lo situamos en el panorama histórico de la tramitación del fin del consenso socialdemócrata que forjó estados nacionales de bienestar.

En lo que hace a las perspectivas de volver pronto al poder en Madrid, el congreso no fue exactamente auspicioso: consagró líder máximo al timonel del más grande naufragio electoral del PSOE de nuestros días y consolidó emblocamientos que ya amenazan la unidad del partido en las cruciales elecciones autonómicas de Andalucía, una de las pocas comunidades autónomas que sigue en manos socialistas y cuyo Presidente, José Antonio Griñán, es a la vez también el Presidente (cargo honorífico, pero de indudable valor simbólico) del PSOE. La principal innovación organizativa que el congreso aprobó fue la realización de primarias para elegir el futuro candidato a la presidencia del gobierno. Se trata de una respuesta a la aceptación de que el vínculo del partido con la ciudadanía está cada día más debilitado. Se trata de la misma conclusión a la que llegaron, antes que el PSOE, sus primos franceses y la centroizquierda italiana, con resultados poco concluyentes hasta el momento.

En la perspectiva de largo plazo, no puede decirse que el congreso haya marcado un punto de inflexión, pero sí pueden extraerse de la ponencia marco que dio origen al documento final algunos conceptos que, de ser desarrollados y traducidos en práctica política, pueden tal vez ayudar a revertir el proceso de declinación relativa del socialismo en el continente europeo.

La historia de la izquierda reformista en Europa registra un hecho curioso que se presta a más de un malentendido. Lo que la literatura política diera en llamar el “consenso socialdemócrata”, coincide largamente con los “treinta gloriosos”, los años de crecimiento virtuoso del capitalismo con estado de bienestar que transcurrieron entre la capitulación de los nazis y la crisis del petróleo: fueron años en los que la izquierda, paradójicamente, sólo estuvo en el gobierno la mayor parte del tiempo en esa periferia próspera que empezaron a ser los países nórdicos y en la frontera sensible que era Austria. Ello quiere decir que el estado de bienestar se construyó, al sur de Dinamarca, bajo la guardia de democristianos, liberales y conservadores. Los socialdemócratas de Willy Brandt llegaron al gobierno por primera vez en 1968, y la ola socialista meridional de Mario Soares, François Mitterrand, Andreas Papandreu y Felipe González llegó al filo de los ´80, cuando ya había saltado al primer plano la cuestión de la crisis fiscal del estado y empezaba a emerger el consenso neoliberal. Los dos primeros años del gobierno socialista-comunista de Mitterrand y su Primer Ministro Pierre Mauroy cuentan como el último ensayo nacionalizante-socializante antes de que el neoliberalismo se hiciera sentido común. Aún así, el rojo de los partidos reformistas coloreó los países europeos y hasta la Comunidad Europea que devenía Unión, con Jacques Delors. Los éxitos electorales no sólo postergaron la obligación de hacer cuentas con una naciente hegemonía conceptual, sino que ayudaron a convertir a su causa, bajo el ropaje del pragmatismo, a varios de los jefes de gobierno socialistas, laboristas y socialdemócratas de fines de los ´90. Sumemos la creencia ingenua de que los ladrillos del muro de Berlín sólo caerían sobre los partidos comunistas y tenemos el material necesario para empezar a entender el desarme teórico del socialismo europeo.

Aún en esas condiciones, la adopción de una audaz agenda de valores le dio aire a experiencias muy avanzadas en el plano de los derechos y de la construcción de ciudadanía, entre las cuales el gobierno de Zapatero se destaca. La evidencia de que esa agenda no colma la carencia de un modelo sustentable de desarrollo con justicia social está reconocida en la ponencia marco del congreso del PSOE cuando admite que los gobiernos progresistas han vivido “en la contradicción permanente entre su discurso político y su acción económica” y se propone “articular una alternativa socialista creíble al modelo de sociedad y economía preponderantes durante las últimas décadas.” Tomando en cuenta (¡por fin!) que hay un problema subyacente que el socialismo no ha afrontado, el PSOE entiende que “en el origen de la crisis está un paradigma económico obsoleto que prima la especulación frente a la innovación y la sostenibilidad; un modelo social que prima las desigualdades frente a las oportunidades; y un modelo democrático que prima a las elites frente a las mayorías.” Una enmienda al documento congresual marca también una búsqueda: donde la dirección del partido postulaba como alternativa a la concepción de la derecha una “economía de la prosperidad”, los congresales prefirieron una más concreta “economía sostenible del bienestar”.

Puesto al lado de la inanición programática del reformismo italiano o la castración del socialismo griego, el PSOE se anima a escribir palabras cargadas de sentido. Al mismo tiempo, del otro lado de los Pirineos, François Hollande protagoniza un giro retórico hacia la izquierda, tratando de ganarle a algo más que a Sarkozy (y a Angela Merkel). Son signos que un optimismo de la voluntad ve gatear, aunque el pesimismo de la razón no deje de constatar el mayor olvido del reformismo europeo de hoy: la valoración de la salida islandesa de la crisis, con un repudio radical de las condiciones del capital financiero y con la consulta directa al pueblo marcando el rumbo de la Primera Ministra Jóhanna Sigurðardóttir. Del encuentro de la innovación conceptual que insinúa tímidamente el PSOE y de la audacia de las mejores prácticas de gobiernos como el islandés, tal vez pueda emerger la promesa movilizadora que hoy le está faltando a los socialistas del Viejo Continente.