miércoles, 25 de noviembre de 2009

¿Es esto una reforma?


Media sanción a media reforma
Por Gabriel Puricelli
Miradas al Sur
Domingo 22 de noviembre de 2009

Aunque se las haya adoptado después de que algunos daños ya han sido hechos, las disposiciones sobre financiamiento de las campañas electorales a las que la Cámara de Diputados dio media sanción esta semana, son un avance. Algo parecido se puede decir de aquellas que impedirán en el futuro las listas “colectoras” (que repartían entre aliados políticamente imposibles el efecto de arrastre de alguna candidatura personalista) y “espejo” (que regalaban a listas que representaban a partidos ficticios la posibilidad de retener la personería electoral). Se ha elevado también el costo de oportunidad de romper con un partido para aprovechar la popularidad personal, haciendo frente a un mal endémico de las democracias contemporáneas.

Argumentaremos aquí (y se podrá disentir con razones atendibles) que a tales remedios parciales les queda grande la denominación de “reforma política”. Y diremos con más énfasis aún (y nos sorprendería que alguien encuentre argumentos adultos que permitan refutarnos) que todo es poquísima cosa para justificar el título rimbombante y grandilocuente que se eligió para tan modesto proyecto: Ley de Democratización de la Representación Política, la Transparencia y la Equidad Electoral. En el futuro, ¿qué título quedará disponible para un proyecto de ley que ataque en profundidad los problemas de diseño institucional que, como una rueda pinchada, permiten que a la legalidad electoral se le escape la legitimidad, es decir el apego ciudadano a esas instituciones?

El proyecto que obtuvo media sanción modifica las reglas de juego nacionales con los votos de uno solo de los equipos que intervienen en ese juego: los votos provinieron de facciones de un mismo, único partido, con el aditamento de agrupaciones provinciales que no aspiran a participar fuera del ámbito subnacional. Eso solo debería haber disuadido al oficialismo de avanzar con el proyecto, al menos hasta que no encontrara temas sobre los cuales pudiera acordar con al menos alguno de sus fragmentados contrincantes. Por cierto, la UCR votó en contra sabiéndose favorecida por la norma y sabiendo que votar de ese modo habilitaba igual su pase al Senado, pero eso no invalida nuestro argumento: más bien, puede cuestionar la validez ética de la posición de los legisladores de ese partido.

Una reforma política que merezca el nombre de tal necesita lidiar con muchos más temas que aquellos a los que el Poder Ejecutivo eligió limitarse, mirando sólo hacia 2011. Nuestro sistema de partidos (y esto es un consenso unánime) se encuentra en estado de fluidez desde 2001 y su vieja configuración bipartidista sui generis no ha hecho sino debilitarse sin cesar desde, al menos, 1993. La simple constatación de esto debería llevar a revisar el mecanismo de representación electoral, que nos devuelve el espejismo de un bipartidismo parlamentario que no se condice con lo que un voto ciudadano fragmentado canta en los resultados electorales. La sobrerrepresentación en número de diputados de las provincias más pequeñas es un sinsentido en un sistema bicameral, en el que el Senado consagra la igualdad legal de los estados federados, y distorsiona el principio de representación proporcional, que sólo es matemáticamente posible en los cuatro distritos electorales que disponen de más bancas. Ello condena a no estar representados en el parlamento a centenares de miles de argentinos que votan por pequeños partidos con presencia en todo el país, pero con fuerza insuficientemente concentrada en ningún distrito como para que el actual sistema les permita llegar al Congreso. Modificar el número de diputados por provincia implicaría una reforma de la Constitución Nacional: sin llegar a tanto, se podría definir una norma que obligue a que la representación proporcional se dé sobre el total nacional de votos y no sobre los votos obtenidos en cada uno de los 24 distritos electorales considerados individualmente. Este efecto del actual sistema premia a los partidos atrapa-todo, ideológicamente fofos, y penaliza a los partidos de base programática. Así, se nos asegura a los argentinos la certeza de qué camiseta estamos eligiendo, pero se nos condena a la lotería en cuanto a la ideología del portador de la misma. Se consagra sistémicamente el principio marxista (por Groucho) que permite la elección de candidatos que nos dicen “tengo estos principios, pero si no le gustan, tengo estos otros”.

Hay otra voluntad de los ciudadanos que el sistema actual ignora y que el proyecto del PEN sigue ignorando. Se nos dice que es absurdo que existan una treintena de partidos legalmente reconocidos a nivel nacional, pero lo que se nos propone es que aceptemos la validez de afiliaciones fósiles, que datan de aquella gran gesta democrática que fue la campaña de afiliación masiva de 1982, en que la ciudadanía se movilizó para que los militares se fueran echados. Las afiliaciones deberían tener fecha de caducidad, para poder constatar periódicamente la renovación o no de las adhesiones a los partidos. La UCR ha sacado menos votos que los afiliados que tiene en más de una oportunidad. A excepción del PJ, casi no hay partido entre la mencionada treintena que tenga más votos que afiliados. No es extraño entonces que cuando uno enumera esa lista, la reacción de los argentinos de a pie sea: “¿pero cómo, ese partido todavía existe?”

Ahora bien, los ciudadanos no se contentan con sancionar a muchos partidos con la extinción real. Por el contrario, buscan siempre nuevos canales de expresión dentro de la democracia: a los nuevos partidos que resultan de esa búsqueda, los partidos fósiles les quieren complicar el nacimiento y su consolidación, con requisitos de afiliación que se aplican más a las condiciones de 1982 que a las del país del desencanto político.

Torcuato Di Tella propone, incansable, un bipolarismo ideológico. Más de un presidente se ha declarado favorable a esa idea. Pero la realpolitik se ha impuesto y todos han terminado refugiados en los grandes partidos con “identidad” y sin programa que los han llevado al gobierno. Sería ingenuo esperar que esos partidos se autorreformen sin introducir incentivos. Y eso podría lograrse, tal vez, con un sistema de voto transferible como el de Irlanda o Australia, que permite a los electores votar por el partido al que adhieren con mayor intensidad y dejar constancia también con su voto de a qué otro partido adherirían si a su primera opción no le alcanzaran o le sobraran los votos. Ello obligaría al PJ y a la UCR a definir con claridad afinidades ideológicas, para asegurarse la cercanía de los votantes de opciones más modestas, pero más programáticas.

El único modo de aprovechar las mejoras aprobadas es una mesa de diálogo en la que no falte ninguno de los partidos realmente existentes y donde no se le esquive al bulto a la reforma ambiciosa que el sistema necesita, si es que aspira a la continuada adhesión del pueblo y no sólo a proveer un circuito sencillo para las carreras políticas de algunos.

viernes, 20 de noviembre de 2009

Nuevas autoridades, Vieja Europa


Viernes, 20 de noviembre de 2009

Sin que ello implique ningún tipo de juicio personal sobre su nuevo presidente, se podría decir que el Consejo Europeo parió un ratón. El encuentro de los veintisiete jefes de gobierno del Viejo Continente había arrancado con todo el dramatismo de aquello cuyo desenlace se desconoce, haciendo subir la tensión, la expectativa y las apuestas. Sin embargo, horas después, la Europa conservadora eligió un conservador y la potencia económica dio otra señal de que se contenta con ser una enana en el juego de poder internacional.

La elección de Herman Van Rompuy vino a satisfacer en primer lugar dos demandas muy modestas: la de Angela Merkel de ver en el flamante sillón presidencial a un correligionario democristiano y la de Nicolas Sarkozy, de ver sentado allí a alguien que habla un francés fluido. Nadie que proyecte sombra sobre los líderes de Alemania y Francia. Nada mejor para apurar el consenso alrededor de esa opción que el fantasma de un Tony Blair reloaded que agitaban desde las islas británicas. Pero claro, ni los británicos podían irse con las manos vacías ni la Unión Europea podía apartarse del férreo pacto de punto fijo que le cede a la segunda minoría el segundo sillón que haya que llenar. Y si pocos conocían fuera del Benelux al hasta hoy primer ministro belga, pocos fuera de las oficinas de la UE en Bruselas o de los recintos del gobierno de Isabel II en Whitehall habían oído hablar de la baronesa Catherine Ashton, flamante Alta Representante para la Política Extranjera y de Seguridad Común (PESC). Laborista y a más, mujer, bastó con que resolviera el problema de las cuotas para que el Partido del Socialismo Europeo la prefiriera a un fino y curtido Massimo D’Alema, que contaba con el apoyo de su país, pero estaba condenado por las reglas del juego.

Poco se conmoverá el mundo con esta decisión que salvaguarda la proyección internacional de aquellos países miembros de la UE que conservan alguna desde la posguerra y mucho tardará en reconocer a Van Rompuy y Ashton en las fotos de grupo del G-8 o del G-20. Tal vez no cabía esperar otra cosa como resultado del accidentado proceso que enterró la Constitución Europea y alumbró con trabajo el Tratado de Lisboa, que creó los cargos que se colmaron ayer. Tal vez sea determinista pensar que un espacio económico, geográfico y demográfico del tamaño de la Europa de los 27 puede jugar un rol en la definición de un orden mundial más multipolar y equilibrado.

Visto desde América latina, no se puede presumir que el dúo en la cima de Europa sepa mucho de la región ni de la potencialidad que tendría una asociación birregional. Desde la Argentina, una “señora PESC” del Reino Unido no augura a priori mejores oídos para la cuestión de la soberanía y la explotación de los recursos en el Atlántico Sur.

Bruselas está servida para los que odian las sorpresas.

* Cocoordinador, Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas (http://www.politicainternacional.net).

lunes, 16 de noviembre de 2009

Más allá de las explicaciones Neustadt


Los distintos tonos de la izquierda

#950, noviembre-diciembre de 2009
Por Gabriel Puricelli

Empecemos por lo obvio: una región tan vasta como América Latina es inevitablemente diversa y sus sistemas políticos constituyen, cada uno, un mundo en sí mismo. Hay, sin embargo, fenómenos que la recorren al mismo tiempo y que tientan a más de un observador a verla como una entidad de pronto homogénea. Es cierto que la crisis de la deuda externa de inicios de los ’80 afectó desde México hasta la Tierra del Fuego. También es indiscutible que los años ’90 serán recordados como la década pérdida para el desarrollo latinoamericano. En ambos casos, se trató de la manifestación regional de una dinámica planetaria y no de sucesos originados exclusivamente en la casa de los americanos que hablamos español o portugués.

Ahora bien, no puede decirse lo mismo del actual predominio en la región de gobiernos nacionales orientados hacia la centroizquierda, empezando en el norte por El Salvador y terminando en América del Sur, donde hoy sólo el gobierno colombiano rechazaría esa etiqueta. Debería resultar obvio que las condiciones que llevan a los ex-guerrilleros del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional a derrotar electoralmente a la derecha salvadoreña poco tienen que ver con la crisis que en 2002 resulta en la adopción por el Partido Justicialista de una orientación política opuesta a la que tuvo entre 1989 y 1999. También es claro que cuando el peruano Alan García se dice progresista no está diciendo lo mismo que cuando lo dice su vecino ecuatoriano Rafael Correa. A pesar de esa evidencia, se nos proponen a menudo simplificaciones que atribuyen este estado de cosas regional a una fantasmagórica “oleada”, que nos dejó estos gobiernos, que pueden (por lo tanto) irse así como llegaron, a merced de un fenómeno meteorológico u oceanográfico. Otra simplificación en boga, que propone insistentemente Jorge Castañeda, ex-canciller mexicano, y que han popularizado comentaristas como Andrés Oppenheimer (que ve esta realidad desde esa ciudad latinoamericana sui generis que es Miami) es la de que se trata de un momento en el que se pueden distinguir nítidamente “buenos” y “malos”.

Al descartar la caricatura, lo que encontramos es una serie de gobiernos que lo que tienen sin duda en común es que pagan los platos rotos de la década en que predominaron los principios del neoliberalismo. Con la posible excepción de Perú (que parece contentarse con la recuperada legalidad constitucional después de la tiranía fujimorista, adoptando la agenda económica que ésta tuvo), se podría decir que esos gobiernos actúan con cierto grado de radicalidad allí donde una gran crisis ha arrasado con el sistema político preexistente (Venezuela, Ecuador, Bolivia), mientras que otros llevan sus ímpetus reformistas hasta donde las relaciones de fuerza se lo permiten. Entre éstos, podemos citar a una Michelle Bachelet atada por la herencia constitucional pinochetista, a un Lula y a un Fernando Lugo que no controlan sus parlamentos y a un Tabaré Vázquez que goza de gran fortaleza interna en un país que depende mucho del espacio que le den para desplegar sus fuerzas sus vecinos. Dos de los casos centroamericanos son demasiado recientes como para evaluar (El Salvador, con Mauricio Funes y Álvaro Colom en Guatemala), mientras que el tercero, el Daniel Ortega bis en Nicaragua, no está avanzando en la misma dirección que los sandinistas de la revolución, por lo que no cabe colocarlo en la columna de “centroizquierda”. Cristina Fernández y su predecesor en Argentina resultan un caso particular, ya que su agenda salpicada de políticas posneoliberales no es llevada a cabo (como en la mayoría de los otros casos) por un partido alternativo, sino por uno tradicional que decide adoptar una nueva agenda, como animal que cambia de piel.

Este es el panorama de la región que se encamina a decidir quiénes serán sus próximos gobernantes en casi todos los países en el período de dos años que inauguran con sus elecciones en 2009 Uruguay, Chile y Bolivia. Colores diversos en una paleta elegida por cada pueblo, será apasionante ver qué tonos de ésta predominarán a finales de 2011.

* Co-coordinador, Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas (http://www.politicainternacional.net)

lunes, 9 de noviembre de 2009

Obrigado, thank you, pero sobre todo, ¡gracias hondureños!


El Subsecretario de Asuntos Hemisféricos del Departamento de Estado Tom Shannon dio el último toque de horno a una restitución que nunca hubiera ocurrido sin la presión inédita que ejerció un Brasil decididísimo y (no lo olvidemos, contagiados de amnesia periodística) la movilización del pueblo hondureño.

Mel Zelaya vuelve, tal vez sólo para cumplir un rol ceremonial hasta el final de su mandato en enero del año que viene. Sin embargo, ello no debe dejarnos con gusto a poco: fue derrotado un golpe, quedó establecida la autoridad hemisférica de un poder que lentamente empieza a equilibrar el predominio estadounidense en la región y la OEA conducida por Panzer Insulza, la UNASUR, el MERCOSUR, el Grupo de Rio y todas las instancias multilaterales conducidas por latinoamericanos impusieron condiciones en las que los EE.UU. tuvieron que jugar un rol ineludiblemente benévolo.

El movimiento popular hondureño, incipiente al inicio de esta crisis, puede haber tenido el bautismo de fuego que lo ayude a dar un salto de calidad y hasta la próxima salida de escena de Zelaya puede terminar siendo una bendición disfrazada que decida el futuro de la construcción de un poder popular.

Era cierto, Morazán vigilaba.

domingo, 8 de noviembre de 2009

Reforma política: comparar sin copiar



Miradas Al Sur
Domingo 8 de noviembre de 2009
El riesgo de traspolar otras experiencias
Por Gabriel Puricelli

Como un ciclista que sabe que debe mantener una velocidad mínima para seguir andando, el gobierno de Cristina Fernández viene enviando una andanada de proyectos de ley al Congreso de la Nación que lo mantienen al frente de la iniciativa política y de la fijación de agenda. Igual que si estuviera montado en dos ruedas, la velocidad con que transitan es la preocupación fundamental, aunque esto conspire contra la calidad conceptual de alguna iniciativa. Más aún, esta última consideración pasa a segundo plano cuando la sorpresa con que se presentan las iniciativas hace tambalear a los adversarios políticos, que penan en mantener su propio equilibrio.

A diferencia de la Ley de Servicios de Comunicación Audiovisual, tema sobre el cual todos los partidos habían presentado decenas de proyectos de sorprendente similitud a lo largo de los últimos 25 años, la reforma política es una cuestión en la que una multitud de proyectos de ley reflejan énfasis de lo más diversos y nociones de reglas de juego a veces contrapuestas. El ejercicio de encontrar mínimos comunes es, por lo tanto y si cabe, mucho más dificultoso. A ello se suma el hecho de que no se trata ya de ponerle un marco general al ejercicio de la libertad de expresión e información a través de los medios, sino de definir las reglas de la competencia democrática por el poder. Ni más ni menos que definir qué tipo de juego se va a jugar, en un sentido mucho más fundamental que el de decidir si la pelota va a ser redonda u ovalada: se trata de reformar aquello que define el modo en que los ciudadanos nos dotamos de un gobierno.

El proyecto del Ejecutivo hace una selección azarosa de puntos suscitados en proyectos de ley de parlamentarios de todos los partidos y (como muchos de éstos) invoca la comparación con legislaciones o tradiciones extranjeras. Al hacerlo, corre tanto riesgos (la transpolación, el injerto), como busca el provecho (lecciones aprendidas, soluciones a problemas comunes) que van asociados a este ejercicio.

Si distinguimos entre cuestiones que son comunes a todas las democracias contemporáneas y aquellas que son intrínsecas a una cultura política o propias de una coyuntura particular, vamos a encontrar que, respecto de las primeras, la legislación comparada nos va a sugerir soluciones aplicables; respecto de las segundas, tal vez nos diga cosas poco concluyentes.

Las cuestiones del financiamiento de los partidos y del acceso de los que compiten por el poder a los medios audiovisuales son problemas del último cuarto de siglo que se presentan de manera similar en todas las democracias. Respecto del primero de ellos, hay ejemplos de fracasos clamorosos que permiten que la democracia degenere en plutocracia (los EE.UU.) y ejemplos razonablemente exitosos como los de México y Chile, que el proyecto oficialista cita. Respecto del segundo, los EE.UU. vuelven a ser el pináculo de la desigualdad, mientras que hay buenas legislaciones a emular en nuestra región (Brasil y México) y en Europa (España, Francia y Gran Bretaña, entre las que menciona el gobierno; la ley par condicio de Italia, también a considerar).

Con igual seguridad, se puede decir que la alusión a los EE.UU. y a Uruguay para justificar la propuesta de internas abiertas, simultáneas y obligatorias, pasa por alto la absoluta disparidad de culturas políticas entre esos dos países y lo difícil que resulta encontrar analogías entre ninguna de ambas y la argentina. Más aún, si hay un aspecto que acomuna esas dos culturas políticas, es su estabilidad, sinónimo de perpetua continuidad en el país del norte y de lentitud y solidez de los cambios en la Banda Oriental. Pocos atributos están tan lejos de la fluidez que de la situación argentina. Sin que ello invalide per se la pertinencia del sistema, hay que subrayar que éste y otros aspectos de la propuesta (en particular, el endurecimiento de los requisitos para el reconocimiento de los partidos) demuestran los límites del enfoque comparado y muestran la hilacha de cierto cálculo de corto plazo que ignora las placas tectónicas en movimiento en la profundidad de la Argentina política. Sin acordar el perfil del sistema deseado para la Argentina, las comparaciones pueden terminar siendo un ornamento.