jueves, 19 de octubre de 2006

Necrofiesta en San Vicente

Gabriel Puricelli
19 October 2006, 13:03

Una vez tragedia, otra, farsa. Sí. Pero por un pelito, nomás. Sólo porque el gordo del Sindicato de Camioneros tuvo mala puntería o porque los de la UOCRA corrieron suficientemente rápido, logramos ahorrarnos a Santo Biasatti haciendo trompita y hablando de La Tragedia de San Vicente. Con tan sólo unas cuatro docenas de heridos por piedrazos, podemos pasar de las necrológicas y concentrarnos, primero, en la colección de despropósitos que nos regalaron los medios de “comunicación” (que se hicieron su agosto, en pleno octubre) y luego, en el gobierno, que acaba de pasar uno de los “dos octubres” que faltan para la reelección pingüina chamuscado por la (¿su?) necrofilia.

Ante todo, ese decano de los movileros que es (tras el retiro de José De Zer) Julio Bazán, que no se cansó de hacer ostentación de su vena irreprimiblemente gorila, insistiendo durante interminables minutos en que las patotas sindicales estaban opacando “una fiesta”. Que se sepa, sólo en México es festivo el Día de los Muertos. Este 17 de octubre, ¿cuál habrá sido el motivo de la “fiesta”? Sólo unos minutos después, el inefabílisimo Antonio Cafiero, peronista de profesión que parece de vocación, verbalizaba el neologismo de la agitada jornada: preguntado que fuera acerca de los incidentes, respondió airado:

— ¡No me gorilée!

¿Perdón? El periodista, anónimo para mí en este caso, le hizo tan sólo la misma poco original pregunta que se le hace habitualmente a los testigos de accidentes en la calle y no merecía semejante respuesta destemplada. Vaya a decírselo a Bazán, don Antonio…

Pero Bazán, a esta altura, había pasado a otro tema y no dejaba de anticipar, indignado, “cómo nos verán de afuera”, después de la balacera camionera y los piedrazos de la UOCRA. Editorializaba desde el móvil, en vivo, Bazán, con impostación idéntica a la que en estudios utilizaban Santo y María Laura Santillán. La brutalidad de los peronistas y, más aún, la de los “sindicalistas” peronistas es el óleo que exorciza a esa clase media cuya manera de ser (también) peronista consiste en aborrecer la política. “Los violentos” habilitan el refugio de la buena conciencia para los militantes clasemedieros de la antipolítica, que en días como estos alcanzan su paroxismo verbal.

Claro, la violencia permite escamotear el hecho no por no violento, menos absurdo, del regodeo necrofílico con un cadáver que ocupó la imaginación de todos en estos días. ¡Por Tutatis!, si uno de los entrevistados más frecuentes en las radios ha sido Ricardo Péculo, tanatólogo y ex-concejal peronista de San Isidro, ¿primo, hermano? de Alfredo, el ex-Convencional Nacional Constituyente y rotario de Cochería Paraná... Y el gobierno le tendrá que agradecer a Emilio “Madonna” Quiroz, diz que chofer de Moyano Jr., por haberle ahorrado el papelón de oficiar en el altar dispuesto por la CGT. Algunos dirán que el gobierno K no necesita salir en la foto con los horribles para ser un gobierno del que hay que huir despavoridos, pero todos coincidiremos en que este gobierno nunca podrá ser del todo aceptable mientras se apoye en regiones del gigante invertebrado como las que este 17 estuvieron en convulsión. Fue sólo la guerra de hinchadas de clubes sindicales opuestos la que hizo desistir a Kirchner y su gabinete (y al mismísimo Raúl Alfonsín, dicho sea de paso) de hacerse presentes en el palco armado por el Momo Venegas, de las seis-dos, y el matrimonio del ex-intendente de San Vicente José Arcuri y de su mujer y sucesora Brígida Malacrida, del duhaldismo unreconstructed.

Digamos con más precisión que haber zafado fortuitamente de la escena de ayer no redime a Kirchner de su cotidiana familiaridad con los cadáveres. Se trate de ese sindicalismo que lleva años muerto y que deambula como hinchada zombie por todos los actos en los que “hay que meter gente”, se trate de cadavéricos como Manolo Quindimil, se trate de los cadáveres nunca entregados o lanzados a la mar de los desaparecidos/compañeros peronistas, la dramática y la retórica presidenciales está siempre rodeada de omnipresentes cadáveres, como en el poema afiebrado de Néstor Perlongher.

Una de las consignas más perdurables y desagradables del cancionero militante juvenil-estudiantil peronista post ‘83 dice (con música de “Bobby mi buen amigo”, esa publicidad de los milicos que se preocupaba por las mascotas abandonadas en la costa en el verano) “Trosco, muy mal parido/vení contáme de tus desaparecidos/vos no sufriste/la represión”. Ahí está encerrada toda la cosmovisión autolegitimante de los diversos peronismos. Partiendo de la falacia de que no hubo desaparecidos que no fueran peronistas (empezando por Felipe Vallese), siguiendo por la de que las únicas víctimas de toda represión desde 1945 (empezando con Darwin Passaponti, como se encargó de recordar Cafierito ayer) fueron los peronistas, se dibuja una fábula con dos moralejas. La primera dice que no hay peronismos, sino peronismo, unificado en el duelo común por los caídos comunes. La segunda, que el monopolio de la legitimidad política lo tienen los peronistas, por lo que sólo se puede hacer política siendo peronista, lo cual, visto de cerca, en nada difiere de aquel “yo no hice nunca política, siempre fui peronista” de la proverbial pluma gorila de Osvaldo Soriano.

Este ser todo para todos y nada para nadie del peronismo se resume en una frase leguleya que me espetó hace muchos años otro hombre del Movimiento, Pancho Talento:

—El peronismo es un bien mostrenco.

Que no es de nadie, es decir. Yo no sé si Pancho estaba buscando ese efecto y se había exprimido intensamente la cabeza antes de decirlo, pero el hecho es que siempre me pareció que me había dado (y esto fue hace más de diez años) una definición infinitamente más elocuente de aquella del significante vacío de Ernesto Laclau. Y ese bien por por su condición mostrenca invita a la apropiación significativa: Perón no era resumible a un fascista ni se dejó resumir a montonero, pero tanto los fachos como la M se lo apropiaron con éxito parcial. El cadáver de Perón quedó postreramente a merced de la apropiación insignificante de dos barras bravas en guerra por el control del territorio del mausoleo.

La risa que provoca la farsa tiene a veces un componente pedagógico. La escenificada ayer tal vez sea la advertencia farsesca de que es mejor dejar a ciertos cadáveres en paz. Que cuando algo se transforma en objeto de codicia para patotas pre o pospolíticas, es —tal vez— porque ha agotado su capacidad de conjugar imágenes de futuro, porque se ha transformado en puro objeto y su veneración (si el aplacarse de la crispación la hace posible) es pura nostalgia.

Un gobierno que se ha desembarazado de buena parte de la vieja liturgia, no sin antes reemplazarla por otra, está dejando pasar la oportunidad servida en bandeja de decir de una vez “no tenemos nada que ver con esto” y de plantearse que el fin de la impunidad debe querer decir mucho más sobre el país que se quiere construir y menos acerca de quién debió ganar la partida sangrientamente perdida hace 30 años. La oposición ayuda, diciendo, a sabiendas de que simplifica o miente, “ustedes son sólo y quitaesencialmente esto”. En la medida en que el gobierno siga hablando por la patética boca de Carlos Kunkel, seguirá rifando oportunidades de no ser lo que el oráculo de la Pitonisa del Chaco dice que terminará siendo.

Algún conspicuo de TP ha deseado, en uno de sus momentos de lucidez implacable, que el gobierno “no termine al servicio de inventar una historia que no fue, para que se ponga al servicio del futuro que se quiere hacer”. Es lo que le falta no sólo al gobierno, sino a todos los que a veces sentimos que las únicas historias que nunca habrá a mano para contar, son las que ya pasaron, sin permitirnos anticipar el placer que podríamos tener en el futuro de contar lo que hoy queda aún por hacer. Habría que pensar que si no le contamos lo de ayer a nuestros nietos, seguro que no nos lo van a recriminar. Y si se lo terminamos contando (aprovechando que Tony Cafiero no va a estar para acusarnos de gorilas), será tal vez porque nada interesante habrá sucedido después. Y eso sería imperdonable.


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