sábado, 6 de julio de 2013

Tratando de entender qué pasa en Siria







Siria: bajo fuego y atrapados en un pliegue del tiempo
Sábado 6 de julio de 2013
Por Gabriel Puricelli

Dos años y 80.000 muertos después del comienzo de lo que primero fue un levantamiento ciudadano contra el gobierno y luego degeneró en guerra civil, el fin de la violencia en Siria no parece estar cerca y menos aún parecen estar claros los términos en los que ese fin podría alcanzarse.

Visto en una perspectiva histórica larga, el conflicto es una manifestación más de las tensiones que liberó el desmembramiento del Imperio Otomano después de la derrota de los socios turcos de las potencias de Europa Central en la I Guerra Mundial. En el tiempo más reciente, hay que verlo como otra manifestación nacional de la Primavera Árabe, la serie de movimientos insurreccionales que empezaron en octubre de 2010 en el Sahara Occidental y que recorrieron el arco sur y oriental del Mediterráneo provocando cambios de régimen en Túnez, Libia y Egipto y desafíos fallidos (total o parcialmente) en Yemen y Bahrein. Dentro de esta revuelta, Siria se coloca en la columna de los países con regímenes autoritarios seculares, que han sido los únicos que han visto amenazada su existencia, a diferencia de las monarquías absolutas, que sofocan tan perfectamente a la oposición que le impiden siquiera protestar o la aplastan con tanta fuerza que anulan toda veleidad de cambio.

Regímenes como el que encabezaron (desde 1971) Hafez al-Assad y su sucesor dinástico Bashar (desde la muerte de éste, en 2000) tuvieron en su cara secular un pararrayos que concentró la ira popular bajo forma de irredentismo religioso. En el caso específico sirio, el componente tribal también juega un papel. Los 25 años del mandato francés sobre los territorios que hoy ocupan Siria y el Líbano, fueron los de un dominio colonial que prohijó entenados, buscando ejercer el dominio sobre la población con apoyo de una parte de ésta. Los elegidos fueron los clanes tribales que poblaban las regiones cercanas a la costa del mar y que adherían a la corriente alauita del Islam, un subgrupo dentro de la vertiente chiíta que algunos no consideran siquiera musulmán. Los alauitas (y los chiítas considerados en su conjunto) fueron siempre una minoría dentro de Siria, pero lograron un dominio perdurable de la política en el país merced a su control de la fuerza militar, a su alianza con los colonialistas durante el dominio francés y a su homogeneidad y concentración territorial. El sincretismo que define a los alauitas como expresión religiosa parece haberlos preparado para una adaptación óptima a los cambiantes contextos internacionales que atravesó el país. En 1973, cuando el difunto al-Assad había alineado firmemente a Siria en el campo soviético de la Guerra Fría, la constitución dejó de exigir que el presidente profesara la fe musulmana. A raíz del abandono de esa prohibición hubo disturbios de inspiración islamista que el ejército reprimió con la brutalidad y eficacia por las que se haría temer en las cuatro décadas siguientes. Con soltura, al-Assad empezó a enfatizar la condición musulmana de su gobierno tras el triunfo de la revolución de los ayatolás en Irán, en 1979.

Sin embargo, esa plasticidad que había funcionado mientras la represión resultó eficaz, fue poco convincente para una oposición incentivada por las revueltas triunfantes de Túnez, Egipto y Libia. Cuando Bashar al-Assad respondió con la liberación de prisioneros políticos a las protestas de marzo de 2011 en Deraa, no eran ya concesiones lo que se esperaba de él, sino su salida y la de su régimen. La respuesta a las pretensiones opositoras fue de una contundencia militar que nada debió envidiarle a la represión ejercida por Hafez al-Assad ante desafíos similares, pero era la oposición la que ahora había encontrado una determinación mayor que la que en el pasado había sucumbido frente al terror.

Así como el régimen de al-Assad no halla el modo de restablecer su orden, tales son los cambios domésticos que se han producido, el mundo ha cambiado también de un modo que se le hace propicio a actores antes discretos e ininteligible para actores antes determinantes. Las monarquías absolutistas del Golfo ven llegada la hora de salir de la sombra de los EE.UU. en los asuntos regionales y apoyan a los elementos integristas sunnitas para hacer triunfar la insurrección. Se imaginan peleando una batalla en dos tiempos: contra los regímenes autoritarios seculares,  aliados a sectores seculares que se oponen a éstos y luego, contra el secularismo mismo. Irán se siente amenazado por el activismo de estas monarquías aliadas de EE.UU. y trata de apuntalar a al-Assad y de reforzar sus posiciones en el Líbano a través del Hezbollah. Ambas operaciones son totalmente convergentes, como lo demostraría la posible reciente participación de la milicia chiíta libanesa en una acción conjunta con el ejército sirio para recuperar de manos de los rebeldes la ciudad de al-Qusayr, cerca de la frontera con el Líbano.

Para los EE.UU., la primavera árabe en su conjunto se ha revelado un fenómeno difícil para interactuar dentro de los parámetros del “nuevo comienzo” con la región que definiera Barack Obama en su discurso en la Universidad del Cairo en 2009. Washington ha oscilado en estos años entre ver a Bashar al-Assad como un factor de estabilidad o como un tirano a deponer rápidamente. Obama se enfrenta en Siria a una situación paradojal, tal como quedó claro en su discurso del 23 de mayo en la National Defense University: “debemos fortalecer a la oposición, al tiempo que debemos aislar a los elementos extremistas.” Una proposición de implementación casi imposible. Rusia, que junto a su recuperación económica acompasada con los altos precios del gas y el petróleo recupera su vocación de ser un poder en Medio Oriente, no afronta un dilema parecido: le basta apoyar con hechos a al-Assad, mientras retóricamente se preocupa de las consecuencias de la violencia.

Si estos fueran los únicos actores a tener en cuenta, tal vez las perspectivas de la conferencia internacional de paz que Washington y Moscú anunciaron en mayo (sin poner fecha de realización) fueran más halagüeñas. Pero a las monarquías islamistas crecientemente asertivas se les suma como factor desestabilizante una Unión Europea que, bajo el principio onusiano de la “responsabilidad de proteger” a los civiles más allá de la soberanía de los estados, decidió levantar, “con condiciones” no muy bien especificadas, el embargo de entrega de armas a la oposición siria. ¿El efecto? Acelerar la entrega de misiles antiaéreos rusos al régimen. Impulsados por una visión de la política exterior orientada más por la opinión pública doméstica que por una definición realista de intereses, la UE parece tentada por una versión de baja intensidad de la intervención abierta que el entonces presidente francés Nicolas Sarkozy llevó a cabo en Libia en 2011, arrastrando a la OTAN.

Atrapados entre dos fuegos y en el pliegue de tiempo entre dos épocas, la población siria vive hoy en una Yugoslavia del sigo XXI a la que no la espera luego del dolor el ingreso a la UE y la democracia, sino tal vez un régimen integrista bajo protección saudita.




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