lunes, 2 de febrero de 2009

Año de desafíos (en "Caras y Caretas" no. 2231)

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Por Gabriel Puricelli*

Puestos ante la seductora idea de que el año nuevo conlleva la promesa de barajar y dar de nuevo, son pocos los que se sustraen a la tentación de imaginar un futuro despojado de las limitaciones y frustraciones del tiempo que el calendario declaró caduco. El año nuevo puede ser el significante vacío en el que se depositen deseos con pretensiones ingenuas de reemplazar la realidad. Sin embargo, en el fondo, se sabe que las cosas son de otro modo y (sin caer en un posibilismo ramplón) el 2009 ha comenzado bajo un signo poco auspicioso, sí que exagerado en su carácter sombrío por periodistas melodramáticos y oráculos insaciables.

Pocos de los desafíos por delante son nuevos. Varios de ellos emanan de las promesas incumplidas de nuestra construcción como nación y su enunciación puede sonar remanida. Otros están inscriptos en la realidad más reciente que hemos vivido y pueden hacer rechinar los dientes, tan maltratados y ajados han sido por cierta vulgata cualunquista.

En cuanto a los desafíos que no son nuevos, en un momento en el que la economía no realizará su potencial, se hace más imprescindible la universalización de los beneficios sociales, en un tiempo en que la situación fiscal hace más difícil la tarea. Planes sociales que tienen sus padrones cerrados y que mantienen un valor nominal idéntico al del período pre-inflacionario equivalen a una denegación de ciudadanía y no pueden ser considerados funcionales como “red”. El desafío que planteara el Frente Nacional Contra la Pobreza se ha actualizado dramáticamente. En la misma dirección, todo estímulo económico que se pretenda anticíclico debe ir dirigido a aquellos que no tienen más opción que destinar el dinero al consumo inmediato. En momentos en que se malentienden por “keynesianismo” medidas que terminan sirviendo para pagar suculentas bonificaciones a los capitanes del naufragio financiero, el gobierno argentino debe hacer el bien mirando cuidadosamente a quién.

Las elecciones parlamentarias reactualizan también un viejo “debe” del sistema político, al menos desde la licuación de su antigua configuración entre 2001 y 2003. Del modo en que ejerzamos nuestro voto depende que no se configure de manera farsesca una dialéctica gobierno-oposición que remeda un antagonismo válido hace 60 años, pero que no se corresponde más con el país real. Más aún, si aquella confrontación impulsó hacia adelante la construcción nacional, su remedo es una amenaza a esta tarea siempre inconclusa, en tanto no escenifica las tensiones a resolver en el presente, sino que reitera un ritual vacío: las mismas palabras, aunque hayan desaparecido las cosas que designaban.

Los desafíos más “coyunturales” requieren de la paciencia de quien separa el grano de la paja. Recuperar la credibilidad del sistema estadístico nacional es una tarea primordial que la cruda ineluctabilidad de los ciclos económicos en el capitalismo realmente existente no ha hecho más que subrayar de modo dramático. La subestimación de la inflación, una gripe severa que ha sido desplazada por la patología más grave de una actividad económica menguante, fue la excusa perfecta para coordinar a los actores económicos en expectativas inflacionarias desbocadas, en lugar de adecuar la realidad a metas de justicia social. No hay intereses subalternos servidos por una normalización del INDEC: la destrucción de las estadísticas demuele simultáneamente las capacidades de planificación de todos los actores económicos, incluido el Estado. Si se va a aprovechar que la crisis global encontró a nuestro país mejor parado que en 1995 o en 2001, se requiere de un estado que esté en condiciones de emplear a pleno sus aptitudes y de expresar en el ámbito económico la voluntad democrática del pueblo que representa: un estado que se engaña, en primer lugar, a sí mismo, acomete a ciegas una tarea para la que necesita todas sus luces.

Más allá de nuestras fronteras, el mundo unipolar atraviesa un cambio en su vértice cuyo significado hay que desentrañar encontrando un nuevo modo de relacionarse con los EE.UU. y los intereses (minoritarios aún dentro de ese país) que ese estado representa. No entender que la llegada de Barack Obama evidencia la crisis de la agenda doméstica de la revolución conservadora (espejo del exportado Consenso de Washington) sería necio. Pensar que la búsqueda de reivindicación de la alianza policlasista que lo llevó al gobierno sólo se traducirá en cosas buenas para el mundo sería ingenuo. Habrá que estar tan abiertos a explorar nuevas agendas convergentes, como alertas a consolidar contrapoderes emergentes para que esos cambios en el centro adquieran connotaciones positivas para el mundo todo.

* Sociólogo.