lunes, 23 de agosto de 2010

El Uruguay es un río

Después del acuerdo, que el desarrollo lo dicten los pueblos
por Gabriel Puricelli
Miradas al Sur
Domingo 1º de agosto de 2010

La prueba de que el acuerdo uruguayo-argentino que resuelve el diferendo en el río Uruguay es un buen acuerdo, es que no satisface por completo a ninguna de las partes. El mismo constituye un logro que excede la cuestión de la contaminación que produce una planta de celulosa: define unos patrones ambientales exigentes que deberían empezar a aplicarse en toda la geografía de ambos países, donde persisten actividades no sólo industriales, sino humanas en general, que no pasan por un tamiz fino. Si hablamos de Argentina, baste en pensar en la cuenca Riachuelo-Matanza o en las plantas de celulosa y papel que se encuentran en nuestro territorio. Si este acuerdo sirve para subir el umbral del impacto ambiental aceptable en la región, el daño que sufrió una relación bilateral que no debería ser sino óptima podría ser una bendición disfrazada.

Por otra parte, el acuerdo se produce en simultáneo con otros sucesos en el MERCOSUR que permiten poner todo en una perspectiva más interesante. En efecto, mientras uno de los grandes del bloque fumaba la pipa de la paz con uno de los pequeños, el otro grande se reunía con el otro pequeño para dar la palada inicial a la construcción de una línea de transmisión de 500 Kv entre la represa binacional de Itaipú y Villa Hayes, al oeste de Asunción. Lula y Fernando Lugo pusieron en marcha la obra que les permitirá a los paraguayos, por fin, utilizar la energía provista por la represa más potente del planeta para su propio desarrollo y no sólo para facilitar el engorde de la burguesía brasileña del sur.

El vínculo entre ambos hechos no es obvio, pero es importantísimo. Tiene que ver con la incapacidad que ha mostrado el MERCOSUR en salir del molde comercialista (más allá de la retórica reconfortante de las cumbres y la diplomacia presidencial), para transformarse en un proceso de integración que ofrezca alternativas de desarrollo ventajosas a todos, con una preocupación especial por evitar que las asimetrías de tamaño limiten el provecho que Uruguay y Paraguay tienen derecho a obtener.

Esa incapacidad ha hecho que el crecimiento económico en cada uno de nuestros países esté sesgado por los intereses de las burguesías domésticas o se realice a impulso del capital transnacional que ve aquí oportunidades inexplotadas. Sucede con la impronta que le da el complejo sojero al crecimiento reciente de la Argentina y del sur (aunque ya no sólo el sur, sino la Amazonía talada paso a paso) de Brasil. Sucede con el sesgo forestal que le han propuesto a Uruguay capitales de origen europeo. Sucede con las transnacionales mineras en Argentina y con las que apetecen el hierro uruguayo para alimentar el despegue de la India.

El Fondo de de Convergencia Estructural del MERCOSUR que se va a aplicar en Paraguay es una herramienta privilegiada para pasar del comercio a la integración, pero no basta. Es necesario darle impulso político y precisión conceptual a una planificación indicativa regional que no deje las relaciones entre nuestros países al arbitrio de estrategias privadas de inversión, sino que las haga parte de un modelo de desarrollo basado en la soberanía de los pueblos, aunque eso implique cesión mutua de soberanía entre los estados. El acuerdo uruguayo-argentino brinda otra oportunidad para hacerlo de una vez.