lunes, 13 de enero de 2014

Terreno común entre el imperio del presente y un imperio del pasado






EE.UU. e Irán: deshielo y tercero en discordia
Viernes 17 de diciembre de 2013
Por Gabriel Puricelli*

Toda la vida adulta de Barack Obama transcurrió luego de la toma de la Embajada de los EE.UU. en Teherán por los “estudiantes” seguidores del ayatolá Ruhollah Jomeini. Toda la carrera de funcionario gubernamental de Hasán Rouhaní se desarrolló a partir de ese hecho definitorio de la relación entre Washington y el antiguo imperio persa tras la revolución que despachó al Sha Reza Pahlevi al exilio. Un sencillo llamado telefónico entre esos dos hombres fue el anticlimático cierre de una etapa en la que ambos países definieron al otro como el mal absoluto. La coreografía de la que ese llamado forma parte pretende transmitir de modo contundente que se ha producido un cambio que es presentado de modo dramático, pero que es en realidad una modificación incremental: los líderes de ambos países están dispuestos a considerar la posibilidad de que el otro no sea el mal absoluto, sino un fenómeno irreductible al que hay que hacer frente. Esa disposición simétrica no disuelve de ningún modo la asimetría entre la única superpotencia de nuestro tiempo y un país de desarrollo medio que ejerce con esfuerzo un poder regional.

El deshielo parcial entre los EE.UU. e Irán admite múltiples lecturas, pero ninguna debería darse el lujo de la simplificación. Más aún, el acuerdo entre el grupo 5+1 e Irán debe ser inscripto en una mirada de larga duración, para no sacar conclusiones apresuradas y para no emitir pronósticos concluyentes que luego se den de patadas con la realidad. Dos factores convergen para que haya avanzado la negociación entre los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de la ONU más Alemania y la república islámica: la necesidad de EE.UU. de bajar los niveles de conflictividad en una región en la que los cambios políticos recientes le hacen difícil ejercer con eficacia su influencia y el deterioro de la situación social en Irán como resultado de las sanciones económicas internacionales. Para los estadounidenses empieza a quedar claro que poseer la capacidad de arrasar militarmente el planeta entero no habilita en el mundo posterior a la Guerra Fría a ejercer influencia según los parámetros que el bipolarismo definía. Para el régimen iraní, se atisba un deterioro de su legitimidad que, de superar cierto umbral, podría ponerlo en riesgo. Los intereses de los dos países se intersectan en un punto en el que ambos requieren de resultados rápidos: unos para obtener el triunfo diplomático que se le escapó hacia las manos de Rusia en Siria, los otros para que no se esfume la expectativa inicial que suscita entre los iraníes la módica discontinuidad que representa el nuevo presidente respecto de su predecesor Mahmud Ahmadinejad.


Sin embargo, cuando todo parecía indicar que la primera ronda de negociaciones se iniciaba abajo el augurio de un acuerdo instantáneo, Francia puso el freno, con todo el poder que le da ser uno de los países con poder de veto en la ONU. La durísima posición francesa, incluida una espectacular llegada imprevista de su canciller Laurent Fabius a Ginebra, donde se desarrollaban las conversaciones, se opuso a la conclusión de un acuerdo que consideraba apresurado y sin garantías suficientes de que Irán no continuaría con su programa nuclear con fines bélicos luego de del mismo. La administración Obama fue tomada por sorpresa, si uno se guía por las destempladas declaraciones que su Secretario de Estado John Kerry le dedicó a su par francés. No sólo eso, desde los mismos sectores del Partido Republicano estadounidense que proponían dejar de llamar a las papas fritas “french fries” a causa de la “traición” francesa al oponerse a la invasión de Irak en 2003, llegaron exclamaciones de “Vive la France!”, como las del ex-candidato presidencial John McCain.


Algunos se apresuraron a calificar la actitud francesa como una continuidad de la política que llevó a Nicolas Sarkozy a ponerse a la cabeza del bombardeo de Libia en 2011. Sin embargo, Pascal Boniface, una de las voces más autorizadas entre los analistas franceses de política exterior, afirma que la posición del gobierno de su país obedece a la preocupación por alcanzar un acuerdo que no sea vulnerable a crítica de parte de Israel. Según el razonamiento de Boniface (que dedicó su libro "Los intelectuales falsificadores” a quienes, como Bernard-Henri Lévy, incitaron a Sarkozy a atacar Libia), un acuerdo a las apuradas no aseguraría desactivar la amenaza militar de un Israel insatisfecho, con argumentos para sostener que Irán podría todavía atacarlo con el arma nuclear. Los franceses (decisivos, recordemos, para que Palestina fuera aceptada como miembro de la ONU) exigieron que el acuerdo con el gobierno persa incluyera el reactor nuclear de agua pesada en la localidad de Arak, no sólo (según Boniface) para “acallar las críticas de Netanyahu”, sino para eliminar los obstáculos que el acuerdo enfrentará antes de ser aprobado por el Congreso estadounidense. En cualquier caso, hay que entender también que lo que algunos denominan la política exterior gaullo-mitterrandienne no deja pasar nunca la ocasión de poner de relieve el poder que le da a Francia su propia condición de potencia nuclear, miembro permanente del Consejo de Seguridad de la ONU y, por tradición, guardiana estricta del régimen de no proliferación. El rechazo inicial  francés, sin embargo, no hizo descarrilar las negociaciones, que dieron como resultado un acuerdo interino sólo algunos días después de esa primera ronda.


Desde el lado iraní, hay que recordar que el país está sometido a un duro régimen de sanciones aprobadas por la ONU en una serie de resoluciones de su Consejo de Seguridad adoptadas entre 2006 y 2010. En particular, los problemas que afronta en cuanto a la financiación del comercio exterior afectan duramente a la producción en el país, con efectos devastadores sobre el consumo y el empleo. Algunos han atribuido el cambio de actitud de Teherán al cambio de gobierno, casi como si la llegada de Rouhaní implicara un cambio de régimen. Por el contrario, el nuevo jefe de gobierno proviene de la entraña del aparato de inteligencia del régimen y de la sombra del líder revolucionario Jomeini. Si hay una ruptura con su antecesor Ahmadinejad, está relacionada con una recomposición de las relaciones entre el ejecutivo y la jerarquía teocrática del régimen, para la que el anterior presidente había caído en desgracia. No puede haber lugar a confusión: la apertura negociadora busca salvaguardar la legitimidad de la teocracia y es una medida preventiva desde el punto de vista estrictamente doméstico.


Está planteado así un juego fascinante y crítico para Oriente cercano, donde los EE.UU. vuelven a poner en juego su cada vez más dificultosa capacidad de traducir en influencia política su preponderancia militar, donde Francia busca reverdecer los laureles de su grandeur y donde los ayatolás se preparan a dar, al modo leninista, dos pasos atrás para no ceder en su liderazgo del viejo imperio persa.


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