lunes, 15 de junio de 2009

Se fueron todos, vino el dinero



(En "Miradas al Sur" del domingo 7 de junio de 2009)
por Gabriel Puricelli

El día posterior a la fecha límite para inscribir coaliciones electorales, “El Argentino” tituló: “Dieciséis partidos apoyan” a uno de los candidatos a diputado para el próximo 28 de junio. Si hubo o no una intención editorial en la elección de ese encabezado para la principal nota de tapa, no interesa aquí tanto como el hecho de que ese título decía al mismo tiempo dos cosas: que los apoyos del candidato eran muchos (lo que en un sistema donde gana el que tiene más votos es bueno) y que la base de apoyo del candidato no era una organización, sino muchas (lo que en un ámbito en el que se trata de tomar decisiones y definir prioridades puede ser muy malo).

La proliferación de agrupaciones políticas en la Argentina de hoy es un fenómeno que está completamente disociado de las aspiraciones de nuestra ciudadanía a ver expresada la pluralidad de visiones del mundo que hay en su seno. Es una situación que deriva, entre otras, de dos causas: el estallido de los partidos en el torbellino del “que se vayan todos”, en 2001-2002, y la ausencia absoluta de la justicia electoral, a la hora de determinar las caducidades de las personerías de los partidos a los que no votan ni los propios afiliados o de sancionar con fuerza los cada vez más numerosos y flagrantes delitos electorales. En un país en el que la coherencia programática de los partidos nunca fue la norma (aunque hayamos tenido gobiernos sorprendentemente coherentes en sus programas), se mantenía al menos, hasta el 2001, la pauta mínima de las elecciones internas para elegir candidatos, eventualmente hasta para aprobar una plataforma. Después de la eyección de De la Rua, sólo el PS y los grupúsculos autodenominados de izquierda mantuvieron su rutina de funcionamiento. Se podría decir que el radicalismo también, aunque, bien miradas, las disidencias de Elisa Carrió, Margarita Stolbizer y Julio Cobos, han sido atajos para eludir los estatutos y encaramarse en el liderazgo de un partido que se propusieron desarmar y rearmar a la medida de sus aspiraciones. Es decir, la UCR legal mantuvo su institucionalidad, pero la UCR real (hoy Acuerdo Cívico y Social) estalló y empezó a reconfigurarse sólo cuando se rindió a los liderazgos personalistas y antiinstitucionales, que rinden cuentas sólo ante el tribunal poco exigente del periodismo.

Todo este proceso se da, paradójicamente, al mismo tiempo que el reclamo de “mayor calidad institucional” se transforma en un latiguillo que aparece las más de las veces en boca de líderes que no someten sus caprichos al debate ni a la consideración de más personas que las que caben en un living.

Las carreras políticas que se dan en este contexto anómico, no se parecen en nada al cursus honorum que aún pervive en el imaginario popular: el militante estudiantil o barrial que asciende a congresal distrital, luego nacional y de allí es catapultado al parnaso legislativo y de allí a “la gestión”. Ese modelo de avance lineal, hace rato fue reemplazado por trayectorias zigzagueantes, por actos de desaparición y reapariciones súbitas. El corredor de fondo ha sido reemplazado por el paracaidista o por el ilusionista. El prestigio se construye “fuera” de la política: en “lo social” (acepción amplísima que va desde los movimientos hasta los neopunteros, con una infinita gama de híbridos en medio), en la academia (especialmente extranjera) o en el mundo del espectáculo.

Este estado de cosas (que pretende describir sólo una región de la realidad y no su totalidad) hace que caiga dramáticamente la inversión de tiempo que hay que hacer en la actividad política (tiempo que es de formación, de consolidación de una visión del mundo, de entrenamiento en haceres crecientemente complejos) y que crezca exponencialmente el interés que rinde la inversión en dinero en la actividad. Nos asomamos a una elección en la que al menos dos de los candidatos más nombrados en los dos distritos más grandes, encabezan sus respectivas listas porque tienen el poder del (su) dinero detrás. Si bien esas candidaturas se inscriben en una tendencia que las precede, expresan sin dudas un salto cualitativo de aquella ante el que convendría pararse con mirada crítica y actitud de resistencia.


viernes, 5 de junio de 2009

Ahora vamos a ver si volvemos, chico

Página/12

Pase de pantalla
por Gabriel Puricelli*



Corría 1993, recién terminada la Guerra Fría y Mark Falcoff, uno de los más influyentes pensadores del Partido Republicano en asuntos de América Latina, asentía ante la insinuación de que la política de los EE.UU. contra Cuba, desaparecida la URSS, sólo podía ser explicada haciendo una excepción “freudiana” al enfoque realista que estaba en la base de la política exterior norteamericana. “No podemos tolerar un gobierno a menos de 100 kilómetros de nuestras costas dedicado a denostar nuestro sistema de la mañana a la noche,” ensayaba como débil explicación para la saña y la inversión de recursos dedicados a un vecino insular e insignificante en términos del equilibrio de poder mundial o hemisférico. Tuvieron que transcurrir tres lustros, la mitad de ellos dedicados al experimento clamorosamente fallido de la política exterior neocon, con sus ribetes de derecha revolucionaria, de exportación de la “democracia liberal” llave en mano, para que la solitaria superpotencia considerara la validez de retornar a las instituciones internacionales y regionales, tratando de perseguir sus objetivos con una dosis mayor de diálogo y blandiendo el garrote de manera mucho menos ostentosa.

En lo que considerara por décadas su patio trasero, los EE.UU. se encontraron, al tratar de volver a poner en marcha una conversación abruptamente interrumpida después de la invasión a Irak, con una colección de gobiernos que habían abandonado, con diversos grados de moderación o radicalidad, el Consenso de Washington, y con la emergencia decidida de un nuevo poder regional que estaba en el centro de una variedad de dispositivos como el MERCOSUR, la UNASUR y el Grupo de Río y que daba voz a una región dispuesta a reclamar igualdad formal en el trato con una superpotencia que la había abandonado para ir a empantanarse a la Mesopotamia asiática.

Ese es el contexto en que el gobierno de Barack Obama se reencuentra con unos vecinos hemisféricos más que dispuestos a poner pautas para el diálogo. La larga negociación que llevó a la Asamblea General de la OEA a dejar sin efecto la inicua suspensión del gobierno de Cuba de su seno, duró tanto como tardaron los EE.UU. en entender que la renovación de sus relaciones con América Latina no es un “como decíamos ayer” en el que la diplomacia de Hillary Rodham retoma donde dejó el gobierno de Bill Clinton. Por el contrario, América Latina se aplicó en el último semestre a hacer de Cuba un leading case del tipo de vínculo que sus gobiernos (desde la derecha de チlvaro Uribe hasta su némesis Hugo Chávez) pretenden. Desde la incorporación de Cuba al Grupo de Río, que lo transformó hace meses en algo demasiado parecido a una OELAC (latinoamericanos y caribeños prescindiendo de los EE.UU.), hasta el lugar que ocupó el tema de la isla (eclipsando la agenda formal) en la Cumbre de las Américas de Trinidad y Tobago, quedó claro que se espera que la agenda hemisférica tenga la variedad de un genuino multilateralismo y no sea el resultado de un diktat imperial. La resolución de San Pedro Sula es un “pase de pantalla” en el juego hemisférico y es uno de los trabajosos últimos pasos que los EE.UU. deben dar para terminar de salir de la Guerra Fría.

* Co-coordinador, Programa de Política Internacional, Laboratorio de Políticas Públicas