Por Gabriel Puricelli
Londres no pasaba una noche en vela desde los días en que la bombardearon, hace más de 70 años. Entonces y ayer a la noche, lo que había superado la inveterada calma inglesa no era ni más ni menos que una amenaza existencial.
La comparación es justa e injusta a la vez. Justa, porque lo que se puso en juego ayer en Escocia fue la supervivencia misma de un estado en la configuración que tiene desde hace más de 300 años y lo que la agresión nazi puso en cuestión fue la misma cosa. Injusta, porque la apacibilidad con que se desarrolló ayer la votación, y desde 1997 todo el proceso de devolution, es la antítesis misma de la guerra, es un triunfo de la política independiente por completo del resultado de la votación.
Cuando estas líneas estén impresas se conocerán ya las cifras del escrutinio y, con ellas, quiénes son los vencedores y quiénes los derrotados del comicio. Sin embargo, eso no debería ocultar el hecho de que las tensiones que han puesto en cuestión la unidad que se cifra en el nombre del reino de la Casa de Windsor fueron administradas con una sensatez que contrasta no sólo con los procesos que han llevado en otras partes directamente a la guerra civil, sino con la negación necia de los problemas que informa la conducta de otros gobiernos democráticos, como el de España.
La larga marcha que comenzó con el referéndum fallido de 1979, cuando no se alcanzó el quórum para restablecer una asamblea legislativa escocesa desembocó en una votación que, más allá del sí o del no, le otorga una legitimidad a todo el proceso de la que la altísima tasa de participación electoral (cercana al 90%) es el sello de calidad.
El otro aspecto notable, más específicamente de la campaña previa al referéndum, es que el debate no quedó atrapado en la lógica más estrecha del nacionalismo: se trató sobre todo de un debate sobre los modos de vivir en sociedad. Lo que estuvo sobre la mesa no fue una cuestión de banderas o pasaportes, sino una discusión sobre el estado de bienestar, sobre el uso de los recursos naturales, sobre la presencia de armas nucleares en tierra escocesa. Por debajo de la polarización entre el sí y el no, la campaña parece haber cimentado el consenso sobre el valor de tener en Escocia un estado de bienestar que debe garantizar derechos al nivel de lo que lo hacen los estados escandinavos: unos sostuvieron que eso era más factible manteniendo la unión, los otros, abriéndose de ese país donde gobiernan los conservadores, que están fuera de ese consenso.
El referéndum, que se realiza también porque el conservador David Cameron aportó el acuerdo de su gobierno para hacerlo, sanciona, independientemente del resultado, el divorcio definitivo de los escoceses con los Tories: los jefes del campo del sí, Alex Salmond, y del no, Gordon Brown, forman parte de un consenso alrededor de la idea de justicia social que será muy difícil poner en cuestión en la Escocia que surge del referéndum. Y ese es el resultado del voto de los escoceses que ya conocemos, antes de que se terminen de contar los votos.
La comparación es justa e injusta a la vez. Justa, porque lo que se puso en juego ayer en Escocia fue la supervivencia misma de un estado en la configuración que tiene desde hace más de 300 años y lo que la agresión nazi puso en cuestión fue la misma cosa. Injusta, porque la apacibilidad con que se desarrolló ayer la votación, y desde 1997 todo el proceso de devolution, es la antítesis misma de la guerra, es un triunfo de la política independiente por completo del resultado de la votación.
Cuando estas líneas estén impresas se conocerán ya las cifras del escrutinio y, con ellas, quiénes son los vencedores y quiénes los derrotados del comicio. Sin embargo, eso no debería ocultar el hecho de que las tensiones que han puesto en cuestión la unidad que se cifra en el nombre del reino de la Casa de Windsor fueron administradas con una sensatez que contrasta no sólo con los procesos que han llevado en otras partes directamente a la guerra civil, sino con la negación necia de los problemas que informa la conducta de otros gobiernos democráticos, como el de España.
La larga marcha que comenzó con el referéndum fallido de 1979, cuando no se alcanzó el quórum para restablecer una asamblea legislativa escocesa desembocó en una votación que, más allá del sí o del no, le otorga una legitimidad a todo el proceso de la que la altísima tasa de participación electoral (cercana al 90%) es el sello de calidad.
El otro aspecto notable, más específicamente de la campaña previa al referéndum, es que el debate no quedó atrapado en la lógica más estrecha del nacionalismo: se trató sobre todo de un debate sobre los modos de vivir en sociedad. Lo que estuvo sobre la mesa no fue una cuestión de banderas o pasaportes, sino una discusión sobre el estado de bienestar, sobre el uso de los recursos naturales, sobre la presencia de armas nucleares en tierra escocesa. Por debajo de la polarización entre el sí y el no, la campaña parece haber cimentado el consenso sobre el valor de tener en Escocia un estado de bienestar que debe garantizar derechos al nivel de lo que lo hacen los estados escandinavos: unos sostuvieron que eso era más factible manteniendo la unión, los otros, abriéndose de ese país donde gobiernan los conservadores, que están fuera de ese consenso.
El referéndum, que se realiza también porque el conservador David Cameron aportó el acuerdo de su gobierno para hacerlo, sanciona, independientemente del resultado, el divorcio definitivo de los escoceses con los Tories: los jefes del campo del sí, Alex Salmond, y del no, Gordon Brown, forman parte de un consenso alrededor de la idea de justicia social que será muy difícil poner en cuestión en la Escocia que surge del referéndum. Y ese es el resultado del voto de los escoceses que ya conocemos, antes de que se terminen de contar los votos.
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