El peronismo del tiempo posneoliberal
Boletín especial, martes 23 de noviembre de 2010
Por Gabriel Puricelli
Se le atribuye a Zhou Enlai, canciller y Primer Ministro de China en los años de Mao Zedong haber respondido “muy temprano para decirlo” cuando se le requirió una opinión acerca de la Revolución Francesa, que precedió en 160 años la revolución que ambos encabezaran en China. El escritor Esteban Schmidt invocó recientemente este principio de precaución para analizar lo mismo que Prensa De Frente nos convoca a desmenuzar o prever en esta ocasión. El kirchnerismo, en efecto, convoca tanto a empuñar las armas de la crítica, como a afinar la puntería al usarlas para dar en el centro de lo que éste es. ¿Estilo político? ¿Movimiento? ¿Gobierno de la opinión pública? Hay una definición que permite escapar de la obligación de optar por alguna de estas tres o por la suma de las mismas: se trata, sin dudas, de un peronismo, entre los aparentemente infinitos posibles.
Es, concretamente, la última reencarnación de lo que ha devenido en el más moderno de los partidos políticos de los liberalismos democráticos que la convención apoda democracias. Lo es, en tanto se ha desembarazado de todo programa para permanecer en el gobierno y en tanto no ha desdeñado la posibilidad de armar un “relato” que provee de significado, para un sector del electorado, a la colección de decisiones pragmáticas que constituyen su acción de gobierno. Esto último vale para el Partido Justicialista en su conjunto, que le ha dado verosimilitud discursiva a la implementación de las reformas neoliberales y a las acciones encaradas para contrarrestar parcialmente los efectos de éstas y (en algunos casos) revertirlas. La operación discursiva tiene éxito en tanto presenta como orientada hacia los fines de un programa una acción cuyo objetivo es permitir a un conjunto de políticos profesionales maximizar las oportunidades de seguir controlando el aparato gubernamental.
Ello no implica, de ningún modo, decir que la acción del kirchnerismo como tal reencarnación deja intacta la realidad. Por el contrario, el régimen social de acumulación cambió en muchos de sus aspectos desde 2002 en adelante y lo hizo con la misma contundencia con la que había mutado bajo los efectos de la acción de la encarnación menemista, sin constituirse por ello en la antítesis de aquella. El kirchnerismo abrazó con entusiasmo las viejas tesis del desarrollismo y se deshizo sin dudarlo del manual neoliberal, en tanto ideología que había terminado por maniatar a las fuerzas productivas. Heredó de Eduardo Duhalde una política económica centrada en un tipo de cambio real competitivo y estable y desdeñó el manual de instrucciones que acompañaba a la misma, desembarazándose de él (en la persona de Roberto Lavagna) y exprimiendo al máximo las posibilidades de construir una base política estable que brindan la obra pública, los subsidios y la mejora de los ingresos del sector minoritario de la clase trabajadora que está en blanco.
Lejos de dejarse definir por esa opción neodesarrollista, el kirchnerismo se narró a sí mismo como una acción de reparación de todas las injusticias, adoptando de arranque la agenda de memoria y justicia que veníanplanteando los organismos de Derechos Humanos desde que el golpismo frenara los juicios a los genocidas. A los juicios de la verdad ya en marcha y al proyecto de anulación de las leyes de impunidad planteado en el Congreso por Patricia Walsh y Elisa Carrió el kirchnerismo les puso detrás toda la fuerza del estado, invirtiendo de un día para el otro el vector que ésta tenía desde 1986. Si en el plano económico el kirchnerismo terminó de eliminar los obstáculos que impedían que la Argentina comenzara a traducir en crecimiento el mejoramiento de los términos de intercambio de sus productos exportables, en el plano político le restituyó legitimidad a las instituciones de gobierno volviendo a asociarlas con la noción de justicia.
El pragmatismo (concepto que no usamos aquí peyorativamente) también presidió la construcción política de Néstor Kirchner y su pequeño núcleo de hierro. Después de un coqueteo fugaz con la idea de una base de apoyo “transversal” que cortara diversos partidos (incluido el PJ) de acuerdo a una línea ideológica “progresista”, optó por consolidar el liderazgo dentro del PJ y por reconocerle explícitamente un papel de pilares a los gobernadores y a los intendentes del conurbano bonaerense, con los aliados no peronistas jugando un papel de claque sin poder de decisión sobre la orientación política general. La contundente elección de Cristina Fernández como presidenta fue sucedida por una acelerada erosión de su popularidad durante el primer año de su mandato que reforzó la opción por el PJ, que se transformó, por imperio de la necesidad, en la tarea primordial que mantuvo ocupado a Néstor Kirchner hasta el momento de su súbita y temprana muerte.
La demonización de que fue objeto el ex-presidente casi desde el momento en que dejó la presidencia transformó en una sorpresa a los ojos de quienes viven la política sólo a través de la pantalla de televisión las expresiones de congoja que sucedieron a la muerte de Néstor Kirchner.
Apresurarse, sin embargo, a anunciar el parto de un nuevo movimiento a partir de ese hecho, adolecería de la misma inconsistencia de quienes sospechaban que ni siquiera una parte del pueblo se conmovería por la muerte de un presidente electo democráticamente y que dejó su cargo con su popularidad en alto.
miércoles, 24 de noviembre de 2010
miércoles, 17 de noviembre de 2010
Tea Party: sin amotinados no hay motín
Claman inspirarse en el motín del té de Boston de 1773, una acción de protesta anticolonialista inspirada en el mismo malhumor que los criollos rioplatenses tenían frente a su metrópoli. Traducen ese malhumor en rabia contra los impuestos, que ya no cobran unos colonizadores, sino el gobierno que los estadounidenses se han dado. Son la niña bonita, el talk of the town de la política en estos días de depresión económica en tierras de Barack Obama. Y sin embargo, dice bien (y traducen los compañeros de Sin Permiso) el siempre afilado Gary Younge, el movimiento del Tea Party no existe. De regreso de un viaje para las elecciones del martes 2 de noviembre y durante varias entrevistas radiales estando aún allá, la primer pregunta de los informados es sobre este fenómeno: "¿los viste? ¿Cómo son?" Sólo cabe decepcionarlos: se trata más de una invocación de Fox News que de un fenómeno que involucre a personas organizadas. Para los que prefieran degustarlo en la lengua en la que brilla, aquí está el artículo original del corresponsal de The Guardian en EE.UU. Breve y definitivo.
lunes, 15 de noviembre de 2010
Una “interna” no es sólo un nombre propio
De las internas a las primarias
Por Gabriel Puricelli
Revista Caras y Caretas nº 2251
Octubre de 2010
Uno no puede pensar en las “internas” sin reparar en el curioso giro peculiarmente argentino del lenguaje que ha transformado ese adjetivo en un sustantivo. La carga semántica que porta el término, separado tanto en el habla popular como en la jerga política de la noción de “elecciones”, es una (otra) indicación del carácter intensamente litigioso de la convivencia democrática en Argentina. Una “interna” no es sólo un nombre propio, sino un significante que designa conflictos que no necesariamente se saldan al interior (como el significado original implicaba) de una institución o grupo, sino que muchas veces se transforma en la expresión exterior misma de ese grupo. En 27 años de democracia se pasó de hablar de elecciones internas en los partidos políticos a mentar las “internas” en las barras bravas de los clubes de fútbol y hasta en los elencos del teatro de revistas o en los arrabales del “panelismo” post-periodístico televisivo.
El uso vulgar del término ha tenido por consecuencia también disminuir la inteligibilidad de los procesos que designa, es decir, la posibilidad de entender la lógica con que se dan ciertos enfrentamientos. Ello no debería preocupar cuando se trata de litigios del mundo privado que los medios (la televisión sobre todo) intentan volver públicos: la inteligibilidad sería, en estos casos, el refugio último ante la obscenidad y la pretensión totalitaria de esa mirada. Es alarmante, sí, que las disputas que no se entiendan sean las que suceden en el ámbito público por excelencia, que es el de la política. Ello es el efecto combinado de una serie de procesos distintos y concomitantes. Por un lado, la fatiga que provoca en el observador la escenificación mediática de todas las discusiones que dan vida la política con un acento naturalista en sus ribetes formalmente litigiosos. Puede tratarse de la “judicialización” de esas discusiones o de la habitual edición fragmentaria de las mismas. La presentación pública del “debate” se centra casi exclusivamente en el “titular” que facilitan frases efectistas o en la hipérbole que contienen tanto esas mismas frases como los lenguajes corporales de los actores, con el pugilato elevado a momento orgásmico de tal debate.
A pesar de cómo son presentadas en la arena pública, las elecciones internas en los partidos tienen una genealogía noble: junto con la campaña de afiliación masiva iniciada 1982, la compulsa en el seno de los partidos para definir las candidaturas para las elecciones generales de 1983 fue la expresión de la voluntad ciudadana de comprometerse con una práctica que empezaba a desmontar el régimen dictatorial. Como sucedería con total regularidad hasta 2001, la UCR fue el partido en cuyo seno se dio la disputa con mayor orden y mejor acatamiento de los resultados. En el Partido Justicialista, sin embargo, las disputas que deberían normativamente ser internas, nunca han dejado de derramar hacia el exterior de ese movimiento de fronteras móviles. Tras una crisis como la del 2001, en la que toda la sociedad se salió del corsé de las instituciones, la idea de una interna dentro de ámbitos partidarios hechos añicos resultaba impracticable: ergo, tres candidatos peronistas y tres candidatos radicales se enfrentaron directamente en las elecciones generales de mayo de 2003.
La poco ambiciosa reforma política adoptada en 2009 introduce una novedad inspirada en un sistema político muy, pero muy diferente del argentino, como el uruguayo: las primarias abiertas, simultáneas y obligatorias. Si se las incorporó con pretensiones de ordenar un sistema político en flujo, todo parece indicar que se va hacia una decepción: los partidos que “internalizan” sus disputas las aprovecharán y los que las “externalizan” llegarán ya divididos a las mismas y las atravesarán como un trámite. Para las fuerzas emergentes, será una valla más de las que siempre se le ha puesto en nuestro país a la consolidación de partidos fuera de la polaridad radical-peronista. No parecen, en suma, ser el tipo de innovación que reclama la revitalización democrática de nuestro sistema político.
Por Gabriel Puricelli
Revista Caras y Caretas nº 2251
Octubre de 2010
Uno no puede pensar en las “internas” sin reparar en el curioso giro peculiarmente argentino del lenguaje que ha transformado ese adjetivo en un sustantivo. La carga semántica que porta el término, separado tanto en el habla popular como en la jerga política de la noción de “elecciones”, es una (otra) indicación del carácter intensamente litigioso de la convivencia democrática en Argentina. Una “interna” no es sólo un nombre propio, sino un significante que designa conflictos que no necesariamente se saldan al interior (como el significado original implicaba) de una institución o grupo, sino que muchas veces se transforma en la expresión exterior misma de ese grupo. En 27 años de democracia se pasó de hablar de elecciones internas en los partidos políticos a mentar las “internas” en las barras bravas de los clubes de fútbol y hasta en los elencos del teatro de revistas o en los arrabales del “panelismo” post-periodístico televisivo.
El uso vulgar del término ha tenido por consecuencia también disminuir la inteligibilidad de los procesos que designa, es decir, la posibilidad de entender la lógica con que se dan ciertos enfrentamientos. Ello no debería preocupar cuando se trata de litigios del mundo privado que los medios (la televisión sobre todo) intentan volver públicos: la inteligibilidad sería, en estos casos, el refugio último ante la obscenidad y la pretensión totalitaria de esa mirada. Es alarmante, sí, que las disputas que no se entiendan sean las que suceden en el ámbito público por excelencia, que es el de la política. Ello es el efecto combinado de una serie de procesos distintos y concomitantes. Por un lado, la fatiga que provoca en el observador la escenificación mediática de todas las discusiones que dan vida la política con un acento naturalista en sus ribetes formalmente litigiosos. Puede tratarse de la “judicialización” de esas discusiones o de la habitual edición fragmentaria de las mismas. La presentación pública del “debate” se centra casi exclusivamente en el “titular” que facilitan frases efectistas o en la hipérbole que contienen tanto esas mismas frases como los lenguajes corporales de los actores, con el pugilato elevado a momento orgásmico de tal debate.
A pesar de cómo son presentadas en la arena pública, las elecciones internas en los partidos tienen una genealogía noble: junto con la campaña de afiliación masiva iniciada 1982, la compulsa en el seno de los partidos para definir las candidaturas para las elecciones generales de 1983 fue la expresión de la voluntad ciudadana de comprometerse con una práctica que empezaba a desmontar el régimen dictatorial. Como sucedería con total regularidad hasta 2001, la UCR fue el partido en cuyo seno se dio la disputa con mayor orden y mejor acatamiento de los resultados. En el Partido Justicialista, sin embargo, las disputas que deberían normativamente ser internas, nunca han dejado de derramar hacia el exterior de ese movimiento de fronteras móviles. Tras una crisis como la del 2001, en la que toda la sociedad se salió del corsé de las instituciones, la idea de una interna dentro de ámbitos partidarios hechos añicos resultaba impracticable: ergo, tres candidatos peronistas y tres candidatos radicales se enfrentaron directamente en las elecciones generales de mayo de 2003.
La poco ambiciosa reforma política adoptada en 2009 introduce una novedad inspirada en un sistema político muy, pero muy diferente del argentino, como el uruguayo: las primarias abiertas, simultáneas y obligatorias. Si se las incorporó con pretensiones de ordenar un sistema político en flujo, todo parece indicar que se va hacia una decepción: los partidos que “internalizan” sus disputas las aprovecharán y los que las “externalizan” llegarán ya divididos a las mismas y las atravesarán como un trámite. Para las fuerzas emergentes, será una valla más de las que siempre se le ha puesto en nuestro país a la consolidación de partidos fuera de la polaridad radical-peronista. No parecen, en suma, ser el tipo de innovación que reclama la revitalización democrática de nuestro sistema político.
lunes, 1 de noviembre de 2010
O Brasil que sigue mudando!
Dilma, Lula, PT: una victoria de tres
Por Gabriel Puricelli
El carácter largamente previsible de la victoria de Dilma Rousseff no deja de ofrecer material para el análisis y tiene aristas, si no inesperadas, sí inéditas. En primer lugar, aunque América latina se va habituando a la idea de mujeres presidentas electas por el voto popular, en cada país, considerado individualmente, la valla que deben saltar las mujeres sigue siendo más alta que la que tuvieron que sortear los ocupantes exclusivos anteriores de cada sillón presidencial: la llegada de la primera presidenta de la historia al Palacio de Planalto contiene ese factor democratizador adicional, y hay que destacarlo.
En segundo lugar, el PT pone por tercera elección consecutiva a alguien de sus filas en la primera magistratura, pero es la primera vez que lo hace como el partido más numeroso de la Cámara de Diputados y, por lo tanto, de la coalición de gobierno, que incluye al Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) que nunca había resignado su condición de primer partido desde los años de la “dictablanda”, en los tempranos ’80, cuando el régimen militar empezó a autorizar elecciones de cargos inferiores al de presidente. El fortalecimiento relativo del PT va acompañado asimismo, dentro de la coalición “Para seguir cambiando Brasil”, de muy buenos resultados para otros partidos de izquierda que la integran: el Partido Socialista desplaza del primado en número de gobernaciones estaduales al mismo PMDB.
Por cierto que, tratándose de un poder regional que va emergiendo como un decidido actor global, el análisis de los resultados debe ir mucho más allá de la ecuación de poder doméstico. Y esto no sólo por esa aspiración crecientemente realizada de un Brasil asertivo y global, sino porque la política exterior brasileña es una de las políticas públicas respecto de las que la oposición y los medios de comunicación más poderosos del país han renegado de toda idea de consenso, transformándola en blanco favorito de sus ataques. Ello incluye tanto el cuestionamiento a la construcción del incipiente eje BRIC, con Rusia, India y China, como (sobre todo) la apuesta por dar impulso a instancias regionales como la Unasur y las cumbres de países de América latina y el Caribe, de las que está excluida la única superpotencia de nuestro tiempo.
El llamado “tucanato”, representado por el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) y fuertemente presente en la academia y en el sector liberal de la diplomacia, se ha disociado insistentemente de las mismas iniciativas que le han ganado el respeto nuevo de que hoy goza Brasil y su presidente saliente. El propio Mercosur estaba en tela de juicio en la plataforma de José Serra, sin cuestionar su existencia, pero sí la importancia de que se transforme en algo más que un espacio de libre comercio.
La victoria de Dilma aporta, entonces, confianza a sus vecinos de que seguirá habiendo predisposición política para afrontar los roces comerciales que sigue habiendo dentro del bloque sudamericano y, al mismo tiempo, permite que el liderazgo político y moral que Lula ha desarrollado más allá de sus fronteras se consolide y permita pensar en roles globales futuros para el inminente ex presidente.
Una mujer presidente, un instrumento político para continuar la revolución democrática fortalecida, un Brasil y un Lula con proyección global son mucho más que la crónica de una victoria anunciada. Son la culminación de una etapa de consolidación y el lanzamiento de una de profundización, donde Dilma tendrá el desafío de alcanzar metas que se propuso en su juventud revolucionaria, en su madurez de varguista de izquierda (junto a Leonel Brizola) y que se propone en su presente con la estrella del PT en el pecho.
Por Gabriel Puricelli
Lunes, 1 de noviembre de 2010
El carácter largamente previsible de la victoria de Dilma Rousseff no deja de ofrecer material para el análisis y tiene aristas, si no inesperadas, sí inéditas. En primer lugar, aunque América latina se va habituando a la idea de mujeres presidentas electas por el voto popular, en cada país, considerado individualmente, la valla que deben saltar las mujeres sigue siendo más alta que la que tuvieron que sortear los ocupantes exclusivos anteriores de cada sillón presidencial: la llegada de la primera presidenta de la historia al Palacio de Planalto contiene ese factor democratizador adicional, y hay que destacarlo.
En segundo lugar, el PT pone por tercera elección consecutiva a alguien de sus filas en la primera magistratura, pero es la primera vez que lo hace como el partido más numeroso de la Cámara de Diputados y, por lo tanto, de la coalición de gobierno, que incluye al Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) que nunca había resignado su condición de primer partido desde los años de la “dictablanda”, en los tempranos ’80, cuando el régimen militar empezó a autorizar elecciones de cargos inferiores al de presidente. El fortalecimiento relativo del PT va acompañado asimismo, dentro de la coalición “Para seguir cambiando Brasil”, de muy buenos resultados para otros partidos de izquierda que la integran: el Partido Socialista desplaza del primado en número de gobernaciones estaduales al mismo PMDB.
Por cierto que, tratándose de un poder regional que va emergiendo como un decidido actor global, el análisis de los resultados debe ir mucho más allá de la ecuación de poder doméstico. Y esto no sólo por esa aspiración crecientemente realizada de un Brasil asertivo y global, sino porque la política exterior brasileña es una de las políticas públicas respecto de las que la oposición y los medios de comunicación más poderosos del país han renegado de toda idea de consenso, transformándola en blanco favorito de sus ataques. Ello incluye tanto el cuestionamiento a la construcción del incipiente eje BRIC, con Rusia, India y China, como (sobre todo) la apuesta por dar impulso a instancias regionales como la Unasur y las cumbres de países de América latina y el Caribe, de las que está excluida la única superpotencia de nuestro tiempo.
El llamado “tucanato”, representado por el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) y fuertemente presente en la academia y en el sector liberal de la diplomacia, se ha disociado insistentemente de las mismas iniciativas que le han ganado el respeto nuevo de que hoy goza Brasil y su presidente saliente. El propio Mercosur estaba en tela de juicio en la plataforma de José Serra, sin cuestionar su existencia, pero sí la importancia de que se transforme en algo más que un espacio de libre comercio.
La victoria de Dilma aporta, entonces, confianza a sus vecinos de que seguirá habiendo predisposición política para afrontar los roces comerciales que sigue habiendo dentro del bloque sudamericano y, al mismo tiempo, permite que el liderazgo político y moral que Lula ha desarrollado más allá de sus fronteras se consolide y permita pensar en roles globales futuros para el inminente ex presidente.
Una mujer presidente, un instrumento político para continuar la revolución democrática fortalecida, un Brasil y un Lula con proyección global son mucho más que la crónica de una victoria anunciada. Son la culminación de una etapa de consolidación y el lanzamiento de una de profundización, donde Dilma tendrá el desafío de alcanzar metas que se propuso en su juventud revolucionaria, en su madurez de varguista de izquierda (junto a Leonel Brizola) y que se propone en su presente con la estrella del PT en el pecho.
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