Por Gabriel Puricelli
Lunes, 1 de noviembre de 2010
El carácter largamente previsible de la victoria de Dilma Rousseff no deja de ofrecer material para el análisis y tiene aristas, si no inesperadas, sí inéditas. En primer lugar, aunque América latina se va habituando a la idea de mujeres presidentas electas por el voto popular, en cada país, considerado individualmente, la valla que deben saltar las mujeres sigue siendo más alta que la que tuvieron que sortear los ocupantes exclusivos anteriores de cada sillón presidencial: la llegada de la primera presidenta de la historia al Palacio de Planalto contiene ese factor democratizador adicional, y hay que destacarlo.
En segundo lugar, el PT pone por tercera elección consecutiva a alguien de sus filas en la primera magistratura, pero es la primera vez que lo hace como el partido más numeroso de la Cámara de Diputados y, por lo tanto, de la coalición de gobierno, que incluye al Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB) que nunca había resignado su condición de primer partido desde los años de la “dictablanda”, en los tempranos ’80, cuando el régimen militar empezó a autorizar elecciones de cargos inferiores al de presidente. El fortalecimiento relativo del PT va acompañado asimismo, dentro de la coalición “Para seguir cambiando Brasil”, de muy buenos resultados para otros partidos de izquierda que la integran: el Partido Socialista desplaza del primado en número de gobernaciones estaduales al mismo PMDB.
Por cierto que, tratándose de un poder regional que va emergiendo como un decidido actor global, el análisis de los resultados debe ir mucho más allá de la ecuación de poder doméstico. Y esto no sólo por esa aspiración crecientemente realizada de un Brasil asertivo y global, sino porque la política exterior brasileña es una de las políticas públicas respecto de las que la oposición y los medios de comunicación más poderosos del país han renegado de toda idea de consenso, transformándola en blanco favorito de sus ataques. Ello incluye tanto el cuestionamiento a la construcción del incipiente eje BRIC, con Rusia, India y China, como (sobre todo) la apuesta por dar impulso a instancias regionales como la Unasur y las cumbres de países de América latina y el Caribe, de las que está excluida la única superpotencia de nuestro tiempo.
El llamado “tucanato”, representado por el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) y fuertemente presente en la academia y en el sector liberal de la diplomacia, se ha disociado insistentemente de las mismas iniciativas que le han ganado el respeto nuevo de que hoy goza Brasil y su presidente saliente. El propio Mercosur estaba en tela de juicio en la plataforma de José Serra, sin cuestionar su existencia, pero sí la importancia de que se transforme en algo más que un espacio de libre comercio.
La victoria de Dilma aporta, entonces, confianza a sus vecinos de que seguirá habiendo predisposición política para afrontar los roces comerciales que sigue habiendo dentro del bloque sudamericano y, al mismo tiempo, permite que el liderazgo político y moral que Lula ha desarrollado más allá de sus fronteras se consolide y permita pensar en roles globales futuros para el inminente ex presidente.
Una mujer presidente, un instrumento político para continuar la revolución democrática fortalecida, un Brasil y un Lula con proyección global son mucho más que la crónica de una victoria anunciada. Son la culminación de una etapa de consolidación y el lanzamiento de una de profundización, donde Dilma tendrá el desafío de alcanzar metas que se propuso en su juventud revolucionaria, en su madurez de varguista de izquierda (junto a Leonel Brizola) y que se propone en su presente con la estrella del PT en el pecho.
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