Por Gabriel Puricelli
El atroz crimen cometido por los seguidores de Osama Bin Laden hace 15 años sigue siendo el telón de fondo sobre el que se recortan todos los atentados terroristas cometidos por los jihadistas desde entonces. El derrumbe de las Torres Gemelas es también la imagen que atormenta a un establishment político y de defensa de los EE.UU. que se encuentra desde aquel momento enfrentado a la paradoja de controlar el poder más letal que haya estado nunca en manos de una única superpotencia y no poder, sin embargo, ordenar el mundo a su voluntad.
El 11 de septiembre de 2001 dio lugar a una reorientación radical de la política exterior estadounidense, que abandonó de un plumazo el realismo y adoptó una doctrina revolucionaria pergeñada por los neocons que rodeaban a George W. Bush, en cuyo corazón había una idea: impulsar un cambio de régimen en los países considerados una amenaza, bajo el supuesto de que la democratización los haría amigos de los EE.UU. El banco de pruebas fue Irak, con consecuencias que se ven claramente en la hecatombe de violencia y muertes en masa que arrasa hoy a parte de Medio Oriente y el norte de África.
El atentado del que hoy se cumplen 15 años contuvo también dos novedades estratégicas. Por un lado, fue la puesta en práctica de una amenaza: llevar el frente de batalla a los países que encarnan al “infiel”. Por el otro, fue la demostración de la escala del daño que se podía causar prescindiendo de cualquier tecnología bélica. Esas dos novedades se hicieron rutina, con atentados repetidos en ciudades europeas y de países aliados de los EE.UU., llevados a cabo por medios o bien poco sofisticados o bien no convencionales y a la vez absolutamente ordinarios: de los aviones comerciales al camión del reciente atentado en Niza, sin desdeñar, claro, las armas de fuego.
Pero allí donde los terroristas han persistido con modos de causar muerte que han probado su eficacia sangrienta, los EE.UU. han abandonado la doctrina neocon y abrazado una peculiar forma del realismo centrada en los asesinatos selectivos. Esta estrategia, transformada en doctrina en un dictamen del primer Fiscal General de la presidencia de Barack Obama, Eric Holder, ha incluido la ejecución extrajudicial del cerebro del atentado de Nueva York y de decenas de otros “combatientes enemigos” en media docena de países distintos, seguida de una estela de muertes de quienes estaban cerca de donde distintos aviones no tripulados lanzaron sus misiles: “daños colaterales”.
La devastación del sur de Manhattan ha tenido efectos pedagógicos perdurables. Convenció a parte de los estadounidenses de que “allá afuera” todo es peligro y alimenta, hasta hoy, pulsiones aislacionistas y belicistas que son activadas en provecho propio por distintos líderes domésticos. Demostró a bolsones significativos de comunidades de origen inmigrante en los propios EE.UU. y en Europa que hay un terrorismo hágalo-usted-mismo al alcance de la mano, promoviendo así el accionar tanto de grupúsculos sociopáticos como de movimientos fundamentalistas más amplios.
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