Poder a lo Napolitano
Por Gabriel Puricelli
24 de mayo de 2013
D
os meses pasaron desde las elecciones de febrero, antes de que los italianos tuvieran un gobierno. Cuando la fumata blanca se disipó, se encontraron con que el nuevo presidente del Consejo de Ministros era un joven político que no había sido candidato para el cargo y con que la alianza de gobierno incluía a Silvio Berlusconi, el mismo que los ganadores de las elecciones habían jurado desterrar de la política de una vez y para siempre. Las consecuencias de los comicios italianos, tan novedosos y variados, no disimulan, sin embargo, el gatopardismo esencial que los explica. El gran ganador, por el momento, de la multitud de cambios que se han producido para que todo siga igual es el prestidigitador por excelencia de la Segunda República.
Los hechos de la elección fueron éstos: la centroizquierda fue primera minoría, con menos votos de los esperados; la derecha fue segunda, con más votos de los esperados; los “indignados” obtuvieron uno de cada cuatro votos válidos. Bajo el particular sistema electoral impuesto por el berlusconismo, el que llega primero en la carrera nacional, se queda con la mayoría de las bancas de la Cámara de Diputados, y el que llega primero en una región, se queda con la mayoría de los legisladores que le corresponden a la misma en el Senado. Las probabilidades de que nadie alcance una mayoría en esa Cámara son, entonces, estructuralmente altas. En ese campo minado, el Partido Democrático (PD) y sus aliados de Izquierda, Ecología y Libertad (SEL) alcanzaron la mayoría en Diputados y quedaron muy lejos de ésta en el Senado.
Las promesas que el PD y SEL habían hecho a sus electores eran claras: terminar definitivamente con la era Berlusconi y no aliarse para gobernar con la centroderecha posdemocristiana del presidente del gobierno “técnico” saliente, Mario Monti. Eso dejaba como único aliado posible al único partido que había prometido no aliarse con nadie, el Movimiento Cinco Estrellas (M5S), es decir, los “indignados” seguidores del comediante Beppe Grillo. Si todos cumplían sus promesas electorales, era imposible formar gobierno. Llamar a elecciones no era posible tampoco, porque el presidente de la República no puede disolver el Parlamento cuando está en los últimos seis meses de su mandato: era necesario elegir uno nuevo antes de convocar otra vez a los ciudadanos a las urnas.
Convocada la asamblea que elige indirectamente al jefe de Estado, y habiendo fracasado (y con escándalo) allí también la centroizquierda en imponer a sus candidatos, el sindicalista Franco Marini y el ex jefe de gobierno Romano Prodi, surgió la posibilidad de coincidir en una propuesta común con el M5S: Grillo postuló al jurista Stefano Rodotá, un ex diputado de izquierda como presidente de la República. El SEL adhirió rápidamente a la propuesta, esperando que el PD hiciera lo propio. Y allí sucedió lo que puede ser visto a la vez como lo impensado y como lo más pensado: el PD acordó con Berlusconi y con Monti reelegir a Giorgio Napolitano y éste los conminó a aliarse entre sí para formar gobierno.
Lo impensado fue la ruptura indolente del contrato (y de la alianza) electoral por el PD, incluyendo la renuncia al liderazgo del partido del jefe de gobierno que no fue, Pier Luigi Bersani. Lo más pensado fue el segundo acto del presidencialismo sui generis hacia el que se ha deslizado Italia.
Napolitano encargó a Enrico Letta, número dos del PD detrás del renunciante Bersani, la formación del nuevo gobierno, con ministros pertenecientes a las tres fuerzas mencionadas y tecnócratas “independientes” heredados del gobierno saliente. El jefe de Estado, reemplazando a todos los efectos prácticos al Parlamento, ponía en marcha su segundo gobierno en un año y medio. En noviembre de 2011, intervino decisivamente para facilitar la salida de Berlusconi del gobierno, al nombrar al ex comisario europeo Monti como senador vitalicio y ponerlo, entonces, en condiciones legales de ser nombrado jefe de gobierno. Los días de Il Cavaliere estaban contados, pero el activismo de Napolitano evitó un llamado a elecciones antes del fin de la Legislatura y forzó a los berlusconianos y al PD a ponerse de acuerdo en apoyar un “gobierno técnico” dirigido por Monti. Éste se puso entonces a la cabeza de una administración fuertemente resistido por los sindicatos, pero no salpicado por la corrupción de su antecesor. A través de Monti, Napolitano impuso su preferencia por una línea de austeridad económica para sortear la crisis de la deuda italiana, pero, al mismo tiempo, e involuntariamente, puso al Pueblo de las Libertades de Berlusconi y al propio PD del que él proviene en el mismo escaparate para ser atacados sin tregua por el ascendente Grillo. Contados los votos en febrero último, quedó claro cuán legítimo era ese gobierno que conservadores y progresistas apoyaron sin chistar: Monti no alcanzó el diez por ciento de los votos.
Pero en tanto la elite política tradicional sintió que Napolitano podía sacarle las castañas del fuego (Berlusconi porque mantiene el poder necesario para que los jueces no terminen de encerrarlo en un calabozo, el PD porque no quiere empeorar su desempeño electoral), consintió nuevamente en que fuera el titular de un cargo que se supone relativamente ceremonial, y no el Parlamento, quien diera forma al gobierno de Letta, definiendo qué partidos debían integrarlo e incluso imponiendo algunos ministros que no fueron propuestos por ninguno de los tres integrantes de la novel coalición.
El gran campeón de un presidencialismo a la italiana, desde el fin de la Primera República tras los procesos de Mani Pulite, que terminaron con la era democristiana a fines de los ochenta, fue Berlusconi. Éste nunca logró alcanzar su sueño porque nunca convenció a una mayoría de italianos de que darle a él ese poder adicional era una buena idea. De manera inesperada, sin embargo, y sin mediar cambio constitucional alguno, Napolitano, se encaramó en la cúspide del poder deshaciendo y haciendo gobiernos. Si alguna ratificación simbólica de ese poder necesitaba, la logró al transformarse en el primer presidente de la República reelecto desde el fin de la monarquía.
El presidencialismo alla Napolitano se ha colado entre las grietas del elitismo cupular del PD y de la antipolítica de Grillo, y se ha beneficiado del permanente trabajo berlusconiano de socavar mediante leyes electorales envenenadas la posibilidad de un parlamentarismo que produzca mayorías estables.
Los pocos y repetidos ingredientes que Napolitano ha usado para crear su governissimo de amplia coalición prefiguran un menú igualmente limitado en las opciones de política para sacar a Italia de un estancamiento económico que está creando pobreza dentro del país y que representa una amenaza para la estabilidad monetaria de Europa. Mientras tanto, amontonar a todos los políticos tradicionales en el mismo gobierno probablemente favorezca la consolidación de las nuevas formas de representación verticales y antidemocráticas que pone en práctica Beppe Grillo como capo di tutti i capi de la antipolítica 2.0.
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