El 27 de febrero, en una larga conversación con una de sus más duras críticas en la prensa, Mônica Bergamo, que la Folha de São Paulo publicó dos días después, Lula se definió, trágico, como “un hombre que sabe lo que le espera”. Exactamente una semana después, el Tribunal Superior de Justicia confirmaba esa convicción del ex-presidente brasileño, rechazando el hábeas corpus preventivo presentado por sus abogados para que se le asegurara que no enfrentará prisión hasta que la última instancia judicial haya revisado la condena de primera y segunda instancia que pesa sobre él por “corrupción pasiva y lavado de dinero”.
La democracia en Brasil camina por una cornisa que se angosta cada vez más y cada decisión judicial en el proceso al líder del Partido de los Trabajadores la acerca más al precipicio. Lula carece de cualquier privilegio para hacer frente a sus acusadores, pero es el hombre que lidera (sin siquiera la sombra de un perseguidor cercano) las encuestas de opinión para la elección presidencial de octubre. No está aquí en discusión simplemente el futuro de un viejo líder. Si hiciera falta aclararlo, no se trata de un hombre providencial, si es que los hombres providenciales existen. Lo que está en riesgo es la posibilidad de que la palabra del soberano, del pueblo brasileño, ponga un cierre a un proceso de deterioro de la legitimidad democrática en el país que arrancó con la destitución de Dilma y se profundiza cada día que el gobierno que la sucedió lleva adelante su acción con el apoyo de menos del 5% de la población.
En tanto el juicio político a Dilma fue el camino constitucional que el Congreso encontró para forzar un cambio de gobierno sin consultar a los brasileños en las urnas, sólo una nueva consulta podrá enderezar ese grosero ultraje al espíritu constitucional y democrático. Si en esa consulta no compite, para ganar o para ser derrotado, el candidato que seguidores y detractores saben que es el que cuenta con más apoyo, quien sea que gane las elecciones de octubre arrancará su mandato con un déficit de legitimidad parecido al que tiene hoy el pentacampeón de la impopularidad, Michel Temer.
No cabe duda de que el Partido de los Trabajadores gobernó mediante una alianza con sectores de centroderecha y derecha que se mantuvo unida, en parte, mediante un mecanismo ilegal (fisiológico, dicen en Brasil) de compra y recompra de la lealtad de sus parlamentarios. Hay evidencia, también, de que cuadros del propio PT participaron del cobro de esos peajes espurios. De más está decir que cada acto de corrupción probado merece su condena en sede judicial. Sin embargo, el juicio sobre la obra de gobierno que se llevó adelante usando esos, entre otros mecanismos (incluyendo todos los legales en manos de los gobernantes), le cabe sólo al soberano. Esta piedra basal de la democracia ha sido removida en Brasil para implantar lo que llamaremos una heliastocracia, un régimen donde los jueces (los heliastas en la Grecia clásica) se arrogan el monopolio de la decisión de quién puede ser candidato con el procedimiento penal como mera coartada. Con un poco de pereza intelectual, a ese nuevo régimen que tiene como mascarón de proa a Sergio Moro, juez de esa jurisdicción, se lo llama República de Curitiba, olvidando que en ausencia de poderes equilibrantes no se puede hablar de república. Y los jueces (y el ministerio público fiscal) escapan hoy a cualquier forma de control proporcionado de parte de los otros dos poderes, reducidos a ruinas por acciones propias y por una estrategia deliberada de demolición de los propios jueces.
En manos de ellos está hoy permitir o no que la elección presidencial sea un ejercicio de regeneración y de retorno pleno a la democracia.
La democracia en Brasil camina por una cornisa que se angosta cada vez más y cada decisión judicial en el proceso al líder del Partido de los Trabajadores la acerca más al precipicio. Lula carece de cualquier privilegio para hacer frente a sus acusadores, pero es el hombre que lidera (sin siquiera la sombra de un perseguidor cercano) las encuestas de opinión para la elección presidencial de octubre. No está aquí en discusión simplemente el futuro de un viejo líder. Si hiciera falta aclararlo, no se trata de un hombre providencial, si es que los hombres providenciales existen. Lo que está en riesgo es la posibilidad de que la palabra del soberano, del pueblo brasileño, ponga un cierre a un proceso de deterioro de la legitimidad democrática en el país que arrancó con la destitución de Dilma y se profundiza cada día que el gobierno que la sucedió lleva adelante su acción con el apoyo de menos del 5% de la población.
En tanto el juicio político a Dilma fue el camino constitucional que el Congreso encontró para forzar un cambio de gobierno sin consultar a los brasileños en las urnas, sólo una nueva consulta podrá enderezar ese grosero ultraje al espíritu constitucional y democrático. Si en esa consulta no compite, para ganar o para ser derrotado, el candidato que seguidores y detractores saben que es el que cuenta con más apoyo, quien sea que gane las elecciones de octubre arrancará su mandato con un déficit de legitimidad parecido al que tiene hoy el pentacampeón de la impopularidad, Michel Temer.
No cabe duda de que el Partido de los Trabajadores gobernó mediante una alianza con sectores de centroderecha y derecha que se mantuvo unida, en parte, mediante un mecanismo ilegal (fisiológico, dicen en Brasil) de compra y recompra de la lealtad de sus parlamentarios. Hay evidencia, también, de que cuadros del propio PT participaron del cobro de esos peajes espurios. De más está decir que cada acto de corrupción probado merece su condena en sede judicial. Sin embargo, el juicio sobre la obra de gobierno que se llevó adelante usando esos, entre otros mecanismos (incluyendo todos los legales en manos de los gobernantes), le cabe sólo al soberano. Esta piedra basal de la democracia ha sido removida en Brasil para implantar lo que llamaremos una heliastocracia, un régimen donde los jueces (los heliastas en la Grecia clásica) se arrogan el monopolio de la decisión de quién puede ser candidato con el procedimiento penal como mera coartada. Con un poco de pereza intelectual, a ese nuevo régimen que tiene como mascarón de proa a Sergio Moro, juez de esa jurisdicción, se lo llama República de Curitiba, olvidando que en ausencia de poderes equilibrantes no se puede hablar de república. Y los jueces (y el ministerio público fiscal) escapan hoy a cualquier forma de control proporcionado de parte de los otros dos poderes, reducidos a ruinas por acciones propias y por una estrategia deliberada de demolición de los propios jueces.
En manos de ellos está hoy permitir o no que la elección presidencial sea un ejercicio de regeneración y de retorno pleno a la democracia.