miércoles, 9 de octubre de 2013

EE.UU: la pesadilla del “gobierno dividido”



La pesadilla del Capitolio dividido
Domingo 6 de Octubre de 2013
por Gabriel Puricelli

El shutdown, es decir, la suspensión de los servicios no esenciales que presta el gobierno estadounidense a sus ciudadanos puede ser vista como el síntoma de una serie de fenómenos superpuestos. En primer lugar, se trata de una situación que es favorecida por el marco constitucional, que facilita el llamado “gobierno dividido”, es decir, la presencia de partidos de distinto signo en control de los distintos poderes del estado. Vemos eso hoy en Washington, como se ha visto tantas veces antes allí y en otros países del continente americano que han redactado sus constituciones de modo tal de propiciar esquemas de control  mutuo que muchas veces terminan en bloqueos. Para entender de qué hablamos, otra versión extrema de los males que a veces propicia el “gobierno dividido” fue la destitución de Fernando Lugo de la presidencia de la Repuública del Paraguay. Sin embargo, la mayor parte del tiempo, en este tipo de ordenamientos constitucionales se evitan los episodios extremos y se da una división de poderes que oscila entre lo virtuosa y lo trabajosa. La situaciónde Obama, tanto como la situación de Lugo requieren de un ambiente político que propicie los extremos. La presencia de actores dispuestos a ir en contra de lo que podríamos denominar convencionalmente el sentido común o de una ética pública que atienda al cuidado de los ciudadanos es condición necesaria para que en un orden constitucional de este tipo se produzca un fallo así. En este sentido, los ejemplos históricos sugieren que la filosofía política que se halla detrás de estas constituciones ha encontrado una garantía contra la tiranía que no conlleva una garantía similar de eficacia del gobierno.

El segundo elemento que tenemos que analizar entonces, es la aparición de estos comportamientos extremos. Lo primero que hay que decir es que el Partido Republicano ha forzado suspensiones de la actividad gubernamental bajo los dos últimos presidentes demócratas, en ambos casos ante la percepción de que estaban implementando una agenda “de izquierda”: el incremento por parte de Bill Clinton del gasto público en educación, medio ambiente y salud pública (incluyendo el PAMI estadounidense,  Medicare), y la reforma del seguro de salud puesta en marcha por Barack Obama. Hasta 1980, el Congreso le había negado la autorización al gobierno para seguir haciendo gastos corrientes en 15 oportunidades, incluyendo cinco casos en que los legisladores demócratas lo hicieron con uno de sus correligionarios, el Presidente Jimmy Carter.  Sin embargo, hasta ese año, el gobierno continuaba funcionando con normalidad, aunque ingresaba en un área de dudosa legalidad, porque continuaba pagando los sueldos de sus empleados. El Congreso luego subsanaba esa falta legal. Después del último shutdown contra Carter, el Procurador General determinó que, de repetirse la situación en el futuro, el gobierno debía cesar toda erogación salarial. El efecto fue que durante los próximos 15 años, cada vez que una tensión similar se produjo, los efectos se limitaron a cierres de un máximo de tres días, hasta que el Congreso acaudillado por el republicano ultraconservador Newt Gingrich detuvo la maquinaria gubernamental de Clinton durante tres larguísimas, tensas semanas en diciembre de 1995 y enero de 1996. Los historiadores tienden a coincidir en señalar que esa radicalización republicana fue uno de los factores que ayudó a la reelección del presidente demócrata más tarde ese último año.

Con otros actores, la historia se reitera en el Partido Republicano actual, que no reconoce un único caudillo de su ala derecha, sino que se encuentra bajo el influjo del movimiento del Tea Party, que retoma la agenda de conservadurismo fiscal extremo de Gingrich, y lo combina con dosis parecidas de oposición al derecho de las mujeres a elegir la continuación o interrupción del embarazo, rechazo a que se imparta la teoría de la evolución de Darwin en las escuelas y defensa del derecho de los ciudadanos a la tenencia y uso de armas de fuego. Los republicanos se enfrentan a unos cambios demográficos en el país ante los cuales parecen empecinados no en adaptarse para disputar la representación de las nuevas generaciones de hijos de emigrantes de América Latina, sino en apalancarse en la representación de la población blanca del sur y del medio oeste recelosa de los cambios que la cara cambiante de la sociedad le propone a su estilo de vida. La percepción de la amenaza de un presidente negro que propone una agenda muy moderada para adaptar al gobierno a esos cambios sociales es totalmente desproporcionada respecto del impacto real que ésta tendrá en sus vidas y el Tea Party se ha embanderado con la representación de esos miedos. El liderazgo de los republicanos en el Congreso, que no necesariamente comulga con ese extremismo, ha sucumbido, sin embargo, a su influjo. La bancada republicana está hoy poblada no sólo por una porción de fanáticos fundamentalistas, sino por otra de diputados que creen que les será imposible retener sus bancas en las elecciones de renovación completa de la Cámara de Representantes en 2014 si provocan la ira del Tea Party: el movimiento se ha mostrado muy eficaz en hacer fluir dinero hacia los distritos electorales donde hay moderados para financiar campañas de desgaste que pueden terminar en su reemplazo por un fundamentalista o por un demócrata.

La administración pública estadounidense se encuentra rehén de un Partido Republicano que es a su vez rehén de una minoría intensísima de ácratas de derecha que ven en la realización de las peores pesadillas del “gobierno dividido” una oportunidad de demostrar que hay vida sin estado. Resta ver cuándo y cómo reaccionarán los republicanos que quieren evitar transformarse en habitantes permanentes e involuntarios de la oposición.


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