domingo, 30 de enero de 2011

Mubarak es Somoza, porque Alfonsín es Sadat


De las nieves de Manhattan, a las arenas de Gizeh, hay un sociólogo e historiador que te la explica, porque la entiende. Porque la está pensando desde su época de Floresta. Más allá de las analogías fáciles, hay una especificidad de lo que pasa en el norte de África y de su significado en los equilibrios del mundo. Si no lo vieron en Página/12 de hoy, aquí tienen un nuevo envío desde Brooklyn de Ernesto Semán.

 
Domingo, 30 de enero de 2011
El incómodo aliado de Estados Unidos
Por Ernesto Semán, Desde Nueva York

A fines de junio de 1985, alguien había escrito con aerosol negro sobre una pared blanca de la calle Yerbal: “El 9 de julio, desfile Sadat”. Eran pocos los que podían entender el mensaje en Caballito, o en Buenos Aires. Cuatro años antes, el presidente egipcio Anuar El Sadat había sido asesinado cuando la guardia que pasaba delante de él se dio vuelta y abrió fuego contra el palco oficial durante el desfile patrio. Al lado de Sadat estaba el vicepresidente Hosni Mubarak, que salió del atentado con heridas en las manos y los brazos, algo sospechado de complicidad con el magnicidio, protegido por los Estados Unidos, y directo a ocupar la presidencia de Egipto, en la que hoy hace malabarismo para retenerla.

Hoy la pintada porteña no aparece ni en Google. Se les atribuyó entonces a los servicios de inteligencia, insinuando un atentado contra Raúl Alfonsín durante el siguiente desfile del 9 de Julio. Quien haya sido, se había tomado en serio al presidente radical, lo suficiente como para proponer su asesinato, y como para ubicarlo en el grupo de los líderes tercermundistas de Nasser o Sadat, un linaje que desde el ’45 sólo le correspondía localmente a Perón.

El paso darwiniano de la República Arabe de Egipto, de simbolizar la amenaza de un nacionalismo progresista arrasador a montar uno de los aparatos represivos más formidables del mundo en desarrollo, registra varios cambios radicales y otras tantas continuidades. Entre estas últimas, la buena relación con los Estados Unidos es una de las más llamativas, y ayuda a explicar, si no su duración desde 1952, al menos parte de su política doméstica.

Barack Obama hizo ayer un esperable llamado a defender la libertad de expresión de los egipcios, concepto quizá vago (pero no menos poderoso) para el egipcio medio, en un país que tuvo tres presidentes en los últimos sesenta años y cuya identidad moderna está atada, justamente, a la represión de las fuerzas islámicas. El presidente norteamericano recordó alguna conversación con Mubarak en la que le dijo, como una letanía, lo bueno que sería introducir reformas tendientes hacia una apertura política. “Egipto es un aliado nuestro de gran importancia, pero yo siempre le dije (a Mubarak) que las reformas eran de una urgencia absolutamente crítica”, contó Obama. Lo mismo salió de la secretaria de Estado, Hillary Clinton, para quien Mubarak ahora tenía que autorizar las protestas pacíficas, y que estaba “profundamente preocupada por la violencia de las fuerzas de seguridad”.

La violencia de las fuerzas de seguridad egipcias es legendaria, y Estados Unidos ha dependido en gran medida de ella para la represión del radicalismo islámico en la región, de ahí la fuerza de Mubarak en su relación con Obama. Y de ahí los 1500 millones de dólares que el país recibe de Estados Unidos cada doce meses. Y de ahí, por caso, que El Cairo haya sido un centro privilegiado de los programas de rendición extraordinaria, coordinados por la CIA luego de los atentados de 2001, por el cual detenidos ilegalmente de todo el mundo eran transportados a Egipto, pasaje aéreo incluido, donde podían ser sometidos a torturas e interrogatorios extrajudiciales en las cercanías de las pirámides.

No es algo que se le pueda reclamar a Estados Unidos en particular. El entusiasmo de los países árabes con la represión a las organizaciones islámicas es como su denominación de origen, y ha sido apoyado en distintos momentos por la Unión Soviética o Europa y hasta forma parte del imaginario modernizador del mundo árabe junto con las autopistas represas hidroeléctricas. Pero como le tocó a él, hoy es poco el margen que tiene Obama para impulsar reformas sin dispararse en el dedo. Con protestas distintas pero contagiosas desarrollándose en vivo y en directo en Túnez, Yemen, Líbano y Jordania, lo que Estados Unidos necesita en la región con más urgencia son estados aliados, no estados democráticos. La apuesta de Obama, en todo caso, es saber hasta qué punto una sucesión de nuevos regímenes puede cumplir ese rol con más eficacia que algunos de sus baqueteados socios. Los medios se esforzaban anoche por leer las protestas en clave de “caída de Muro de Berlín”: regímenes laicos pero creyentes en la modernización, con partido único e importante represión. Aun si es cierto, la salida inmediata es menos clara que la que caracterizó a la Europa del Este en los ’90. En la melange de espontaneidad y conspiración que las moviliza, Estados Unidos tiene hoy mucho para ganar, si las reformas o los nuevos gobiernos quedan en manos de aliados reales o potenciales. Pero mucho más para perder, si las décadas de represión al islamismo radical sólo han logrado poner a sus líderes en línea sucesoria directa con sus victimarios.

Por lo pronto, Mubarak no se preocupó por mostrar docilidad con la Casa Blanca y puso como vicepresidente a Omar Suleiman, el jefe de los servicios de inteligencia y encargado en Egipto de los programas de rendición extraordinaria, bajo el razonamiento de que cualquier cosa menos que eso sería visto como una señal de debilidad. Lo cual, a su modo, no hace las cosas más fáciles para cualquiera que quiera digitar el mito de una “transición ordenada”.

En el corto plazo, el Departamento de Estado insistía en buscar fórmulas regionales de pacificación, incluyendo sobre todo las eternas negociaciones con Israel para mejorar la relación con sus vecinos. Los recursos de Estados Unidos para influir en el proceso político inmediato son infinitos, pero al mismo tiempo no le garantizan nada, del mismo modo que el rechazo a la política norteamericana galvaniza las protestas, pero un cambio en la misma no le proveerá la pacificación. No hace falta ser agente de la CIA para saber que no es tan así. Basta con dos materias del CBC para saber que correlación no significa causación, y que si bien todas las protestas tienen el común denominador de erosionar a los aliados norteamericanos en la región, los estados árabes ya han construido sobre esa base su propia existencia, y en gran parte su destino se juega al igual que en cualquier otro lado, en las calles de El Cairo.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

Hmmm, no estoy para nada convencido. Y el titulo ya me parece que oscurece, a pesar de la nostalgia por los 80s: tal vez el principal problema del mundo arabe es que no tiene una tradicion democratica; Sadat no podria haber sido Alfonsin. Ergo, no esta clara cual es la salida y se le hace facil a los envoys como Tony Blair decir "hay que tener cuidado, despues de Mubarak puede venir el diluvio fundamentalista" -y ahi si funciona la analogia con Somoza.
Sin embargo, no estoy seguro de que la administracion de Obama adhiera a que "en Oriente Medio hay que tener aliados mas que estados democraticos". Saben -o aprendieron con dos guerras fallidas- que la democracia no se exporta con tanques -y mucho menos con el sanitario F16- y presionan a las gerontocracias mucho mas que la anterior administracion. Por caso, lean las declaraciones de Kerry de ayer.

Ernesto Seman dijo...

Totalmente de acuerdo con lo primero, en el sentido de que no hay una tradición democrática egipcia, que es lo que la nota sugiere en su totalidad. Si eso es un problema o no es otro asunto. Pero en cualquier caso la analogía era la inversa, la de Alfonsín siendo Sadat, y no porque fuera una analogía perfecta, sino porque hablaba de quien la enunciaba.

En cuanto a lo de los aliados de U.S. en la región, el punto de Anónimo es interesante. Yo no creo que las cosas hayan cambiado mucho, porque hay una definición de intereses que ho ha cambiado tanto. El tipo de tareas que Estados Unidos necesita para preservar lo que percibe como intereses propios no son muy compatibles con ninguna democracia, y al mismo tiempo los tipos con mejores intenciones y más inteligentes se dan cuenta de las enormes limitaciones que regímenes como el de Mubarak tienen para defender esos mismos itnereses. Hay algo ahí en lo que no hay mucha salida.

Anónimo dijo...

Anonimo dice ahora:

Seman,

Soy Diego Ardiaca, hace anios que no hablamos -existia algo llamado Frepaso cuando lo haciamos.
Voy a estar en NYC con bastante tiempo libre en la primera semana de marzo.
Si tenes ganas y tiempo, pasame un numero de telefono a dardiaca at gmaildotcom y te llamo para arreglar algo y hablar de Mubarak, Somoza y de lo caros que estan los tomates.
Un abrazo,
da.

PS: Perdon Puricelli por este uso social de tu blog. Todo es social media ahora...

Ernesto Seman dijo...

¡Ardiaca! Para eta mezcla de sociabilidad público/privada está facebook más que el blog del pobre Puri, ¿no? Pero abusemos una vez más de su generosidad. Un placer saber de vos, y hasta escuchar de nuevo la palabra Frepaso. Y obvio que sí, hablemos. Un abrazo, Ernesto

Anónimo dijo...

Ernesto, tu nota me desasna bastante, andaba buscando algo para leer al respecto y vine a ver a lo de Gabriel.

Sigan tratando el tema por favor,y cuando puedan hablen de Turquia, un abrazo.

Anónimo dijo...

Editorial de ese diarazo llamado FT

Time to end the Arab exception (parte 1)

The unfolding drama in the battle-disfigured streets and opaque repositories of power in Cairo has an act or two to go before reaching catharsis. But one thing is clear. The army will try to ensure Hosni Mubarak is not forced out by the revolt and will instead ease him off stage.
Egypt’s US and European allies should do everything they can to ensure his retirement comes soon and finally place themselves on the right side of history in the Arab world, of which Egypt is now the throbbing heart.

Mr Mubarak has had to fall back on the army; and he has lost control of the presidential succession. For the first time in his 30 years in power he has been forced to appoint a vice-president – Omar Suleiman, chief of the tentacular Mukhabarat intelligence services – and thereby relinquish any hope he had to bequeath the presidency to his banker son, Gamal.
The military establishment has too many interests vested in the regime to allow Mr Mubarak to be bundled off to Saudi Arabia, like his fellow Tunisian dictator, Zein al-Abidine Ben Ali. But the army will surely have told the president he cannot attempt to stay on in what would be another sham election due this September. The uprising and chaos of the past week have made clear what that would mean.
Mr Mubarak seemed blithely unaware of this when, as Cairo burned, he addressed the nation on Friday night. In other circumstances it might have seemed an assured, even avuncular performance. At this moment in Egypt’s destiny, it was a dictionary definition of tin-eared denial.
Appointing a former air force commander – like Mr Mubarak himself – as his new prime minister, and then naming his intelligence chief as his likely successor, is no cure for civic insurrection. The ageing pharaoh might as well try to blot out the sun with his finger. Egypt’s young rebels, who have raised the banner of freedom and insisted on his departure, are not risking their lives in order to see one set of generals replaced by another.

Anónimo dijo...

Time to end the Arab exception (parte 2)
Do the US and the west have a role in this drama, other than as a shambolic chorus? Yes.
The Mubarak regime is at the centre of a network of regional strongmen the west has backed and bankrolled to secure stability in a neuralgic region, guaranteed oil supplies and the safety of Israel. As waves of democracy have burst over almost every other tyrant-plagued region in the past 30 years, the US and Europe have connived in an Arab exception – and Egypt is its exemplar.
The west has struck a Faustian bargain with Arab rulers, who have blackmailed them into believing that, but for them, the mullahs would be in charge. There is unquestionably a risk. Arab despots have destroyed political and institutional life, leaving their opponents little option but the mosque and the madrassa.
But what shallow realists in the west fail to grasp is that the risk grows greater the longer these corrupt regimes, incapable of meeting the aspirations of their young populations, remain in power. Instability is certain; it is the future that is up for grabs. For now, it is young, mostly secular democrats who have taken a courageous initiative in the streets. They deserve support.
Instead of propping up tyrants for short-term and often illusory gains, western policy needs to find ways of stimulating the forces in Arab society that might eventually replace them. After the 9/11 attack on America, a misguided “they-hate-us-for-our-freedoms” industry emerged. No. What Arabs and Muslims hate is western support for those who deny them their freedoms.
It is an important signal that Washington intends to review the annual $1.3bn stipend it has paid to Egypt’s army since 1979. The west needs to put its money where its mouth is, with a blatant bias towards democracy and its brave defenders, by supporting competitive politics and open societies, education and the building of institutions, law-based regimes and the empowerment of women – everything the Arabs, against the odds, still find attractive about western society.
It is for the Egyptians (and the Arabs) to claw their way out of the pit of autocracy. The least they can expect from the west is to stop stamping on their fingers.