viernes, 26 de febrero de 2010

El texano de la avioneta



Crítica de la Argentina
Martes 23 de febrero de 2010
El terrorista invisible de Texas
por Gabriel Puricelli

Menos de uno de cada diez de los miles de artículos sobre el atentado contra el edificio del gobierno federal de EE.UU. en Austin el jueves pasado contienen referencias al concepto de “terrorismo”. Sólo dos de cada 100 mencionan la similitud del brutal crimen cometido por Joseph Stack con la masacre perpetrada por Timothy McVeigh en Oklahoma, en 1995. Las estadísticas provistas por un buscador de noticias pueden no ser científicamente exactas, pero ratifican la primera impresión de quien se entera de los hechos a través de medios estadounidenses: el periodista con gatillo fácil para disparar el adjetivo “terrorista” al referirse a actos violentos cometidos por extranjeros (sobre todo cuando el tipo étnico, cultural o religioso es distinto del que el mainstream periodístico considera “estadounidense”), se esmera en ahorrárselo cuando se trata de un ingeniero informático que toca en una banda de rock.

Por el momento, Gail Collins, de The New York Times, es la única en la prensa escrita que llama la atención sobre el clima político en el que se hacen probables actos de brutalidad como el sucedido en Texas y llama por su nombre a tres referentes del Partido Republicano. Porque a nadie escapa que si los motivos íntimos de Stack para convertirse en kamikaze son irreproducibles, el clima que le permitió articular la explicación de lo que hizo en el manifiesto que publicó antes del ataque es responsabilidad de una parte de la clase dirigente que viene jugando con ideas autodefinidas como “libertarias” que postulan el exterminio del gobierno. McVeigh, antes que él Theodore Unabomber Kaczynski y ahora Stack inscriben patologías propias en un relato que tiene aceptación en vastos sectores de la ciudadanía y que es la codificación discursiva aceptada por todo republicano que aspire al apoyo de la base extremista de su partido.

Aceptar con naturalidad que Stack ejerció un acto de terrorismo obligaría a poner en cuestión la legitimidad de discursos políticos que hoy circulan libremente en la prensa y en la academia estadounidenses. Por eso la crítica de Collins, que uno estaría tentado de considerar valiente en su contexto, hace escarnio individual de tres republicanos que lo merecen, pero se detiene antes de preguntarse cómo EE.UU. ha llegado a este punto. Las calcomanías con la leyenda “Provida, proarmas: anti-Obama” que se ven en las camionetas más voluminosas en las autopistas se leen ominosas a la luz del acto de Stack, pero reverberan como enceguecedoras amenazas cuando se lee el tratamiento con guante de seda de su crimen terrorista por la mayoría de los medios.

El discurso antigubernamental que adorna la cobardía de estos terroristas domésticos no es moralmente superior al fanatismo religioso de otros terroristas, pero hay algo de profundamente perturbador en las respuestas de varios transeúntes interrogados en las calles de Austin por las cadenas de televisión, que se manifestaban casi aliviados al saber que el autor del crimen no había sido un yihadista. Esa falta de conciencia colectiva del huevo de la serpiente que anida en casa, esa exorcización del mal en los bárbaros e infieles, es una indicación de que hay un país indefenso ante la amenaza terrorista más letal a la que tal vez esté enfrentado.

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